Collage a Messiaen
Hace muchos años hice mi primera visita a esa fascinante, hospitalaria y divertida ciudad de Amsterdam. Como en otras ocasiones, el espíritu tutelar de los melómanos me sonrió, y tuve la oportunidad de asistir a dos conciertos en el legendario Concertgebouw, uno de los escenarios musicales más importantes del mundo.
Uno de ellos representó una de mis mejores experiencias en el campo de la música contemporánea, y mi primer contacto con la música del compositor francés Olivier Messiaen (1908-1992).
Esa mañana, bajo la dirección de ese sólido músico holandés que es Reinbert de Leeuw, escuché boquiabierto la formidable partitura titulada De los cañones a las estrellas.
Si bien en el momento de la audición no llegué a aprehender cabalmente los asuntos formales y rítmicos de la compleja pieza, sí recuerdo con claridad que después de la audición abandoné el Concertgebouw sintiendo que mis oídos habían sido casi cegados por la formidable explosión de colores lograda por Messiaen con la combinación de piano, corno, xilorimba, glockenspiel y orquesta.
Esa impresión permaneció conmigo durante largo tiempo, y fue reforzada cuando obtuve una grabación de la obra dirigida por otro extraordinario intelecto musical de nuestro tiempo, el finlandés Esa-Pekka Salonen.
Hoy, a más de un cuarto de siglo de distancia, aprovecho la presencia y la intensidad de ese recuerdo para enfatizar el hecho de que en este 2008 se cumple el centenario de Messiaen, compositor y hombre enigmático cuya obra merece una presencia mayor en nuestros programas musicales.
La Orquesta Sinfónica Nacional ya se puso a la cabeza de la conmemoración, interpretando hace unas semanas Cronocromía. Ojalá que a lo largo del año la presencia de la música de Messiaen sea abundante y enriquecedora en la programación de nuestras orquestas, ensambles y festivales.
Por mi parte, ofrezco en las líneas que siguen algunos jirones dispersos sobre Messiaen, a manera de collage propiciatorio.
Paul Griffiths, en su importante tratado sobre música moderna: “Por toda Europa y América se dio en los años 30 y los 40 una reacción anti-anti-romántica en contra de las tendencias dominantes de la década previa. Olivier Messiaen, cuyos años de estudio coincidieron con el auge del neoclasicismo parisino, no quiso tener nada que ver con la ironía y la elegancia objetiva de Poulenc y el nuevo Stravinski. En cambio, luchó por un retorno a los valores humanos, y lo logró a través de una música cuya opulenta armonía modal es lo más lejana posible a la amarga tonalidad de ‘notas equivocadas’ de los neoclasicistas”.
André Boucourechliev, en un ensayo biográfico y analítico sobre el autor nativo de Avignon, escribió:
“Messiaen es uno de los más importantes compositores del siglo XX. Es totalmente independiente de todas las escuelas y todos los grupos, y sin embargo ha jugado un papel esencial en el desarrollo de la música moderna desde antes de la Segunda Guerra Mundial y hasta el presente, tanto en sus obras como en su enseñanza.”
Donald Jay Grout, en su Historia de la música occidental: “Desde un comienzo es característica de la música de Messiaen una completa integración de una expresividad emocional de amplios alcances y tono profundamente religioso, con medios de control intelectual minuciosamente organizados”.
El propio Messiaen, al referirse al canto de los pájaros, que inspiraron mucha de su música:
“Cuando mi inutilidad me es brutalmente revelada y todos los lenguajes musicales del mundo me parecen nada más que un esfuerzo de paciente búsqueda, es entonces que acudo al canto de los pájaros. Involuntariamente, introduzco algo de mi propio estilo, de mi propia manera de escuchar, cuando interpreto esos cantos.”
Ojalá que a lo largo de este año resuene en nuestras salas de concierto, con frecuencia y vigor, la fascinante música de este buen compositor, buen ornitólogo, buen cristiano y buen hombre.
Sin duda, podríamos aprender mucho de él. (Se solicitan, desde ya, buenos intérpretes de las Ondas Martenot).