Editorial
Spitzer: escándalo y doble moral
El gobernador demócrata de Nueva York, Eliot Spitzer, dimitió ayer a su cargo tras verse involucrado en un escándalo sexual, y bajo la amenaza, planteada por sus adversarios republicanos, de que en caso de no renunciar iniciarían un proceso para lograr su destitución. Spitzer fue ubicado como consumidor habitual de servicios sexuales cuando a raíz de indagatorias de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés) en torno a una red de prostitución, fue identificado como el “cliente número nueve” y se determinó que había contratado los servicios de una sexoservidora en un lujoso hotel de la capital estadunidense.
Al margen de las posibles consideraciones éticas individuales, queda claro que en la nación vecina, a casi una década del escándalo Clinton-Lewinsky, la confusión de la esfera pública y la privada sigue siendo norma. Esa falta de discernimiento social permite desvirtuar la integridad de representantes y servidores públicos, independientemente de la eficacia y probidad en el desempeño de sus actividades oficiales.
El escándalo por la relación del ex mandatario estadunidense con la entonces becaria de la Casa Blanca estuvo a poco de destruir la presidencia de Clinton, aun cuando el hecho carecía de relevancia en términos políticos e institucionales: era un asunto privado que no concernía más que a los directamente involucrados y, en todo caso, a sus respectivos entornos afectivos y familiares; sin embargo, el episodio fue puesto en el centro de la vida política y judicial estadunidense durante meses.
La historia se repite ahora en perjuicio de un hombre que ha demostrado un desempeño destacado, primero como procurador general de Nueva York y luego como gobernador, en perseguir la corrupción financiera que se aloja –se sabe desde siempre– en los sectores encumbrados de la nación más poderosa del planeta; ello le había valido a Spitzer el sobrenombre de Mr. Clean (Señor Limpio o Señor Limpieza). Por el momento no se sabe si esos sectores influyeron en la configuración de este escándalo, pero lo que sí queda claro es que se han regocijado con la dimisión del hasta ayer gobernador neoyorquino, renuncia que representa una derrota para la causa de la transparencia y para las campañas contra la corrupción, tan necesarias en la nación vecina como en cualquier otro país.
Por lo demás, el hecho referido es un indicador claro de la doble moral que impera en Estados Unidos. Es difícil asimilar el hecho de que, en un país en que supuestamente imperan las libertades, los valores democráticos y la legalidad, se ponga fina a la carrera política de un funcionario por haber contratado los servicios de una sexoservidora, al tiempo que permanece impune un presidente que mintió a la opinión pública e involucró a su nación en una guerra injusta e ilegal, en la que han muerto miles de ciudadanos estadunidenses, que ha provocado una crisis económica severa y ha entronizado la corrupción que caracteriza a su círculo empresarial inmediato.
La circunstancia evidencia, además, una incongruencia inaceptable de los sectores más reaccionarios de la sociedad estadunidense entre el discurso y la práctica. Deben recordarse los casos de los legisladores republicanos Larry Craig, quien dimitió tras protagonizar un escándalo homosexual, y Mark Foley, quien abandonó su cargo tras haberse demostrado que envió mensajes sexuales explícitos a becarios del Congreso estadunidense.
Finalmente, debe destacarse la importancia de las diferencias sociales y culturales que en ese aspecto persisten entre Estados Unidos y México. El hecho de que en nuestro país no se haya intentado destruir la carrera de un político con base en sus asuntos estrictamente personales es algo que nos coloca, al menos en este terreno, un paso delante con respecto a la nación vecina. Cabe esperar que así sigamos y que seamos capaces de conservar la distinción civilizada entre lo público y lo privado.