11 de marzo de 2008     Número 6

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


TUMULTO VERDE, MOTÍN ENARBOLADO

Tlalticpac. Toquichtin tiez.
(La tierra será como sean los hombres)
Refrán nahuatl

Somos una especie en peligro de extinción, sólo que a diferencia de la vaquita marina lo nuestro es suicidio. Extinguirse no es vergüenza, se fueron los grandes saurios y ni quién les diga nada. Pero aquello fue natural y esto es histórico; a ellos les ocurrió, nosotros nos lo buscamos.

Si algo dramatiza el proceso de autoextinción de los sapiens sapiens es la terca destrucción del bosque. Y nuestro país, que aún tiene cerca de 60 millones de hectáreas arboladas, ocupa el deshonroso quinto lugar en el índice mundial de deforestación, pues cada año se pierden alrededor de 600 mil hectáreas de bosques y selvas.

Paradoja forestal: los recursos silvícolas se desaprovechan y a la vez se destruyen. Dos fenómenos perversos que se muerden la cola, pues el subaprovechamiento va asociado de aprovechamiento ecocida. Y es que el uso comercial sustentable de nuestros bosques ha disminuido y está por debajo de su potencial: menos de un quinto de lo cosechable llega a los mercados formales; lo que ocasiona importaciones crecientes que rebasan los 4 mil millones de dólares anuales, pero también explotaciones clandestinas que sólo gracias a que reducen sus costos saqueando el recurso pueden competir con los maderables importados a precios de dumping.


Foto: R C Photographic

El país necesita acrecentar el aprovechamiento forestal sustentable. Lo que demanda políticas de fomento, pero igualmente controles comerciales que impidan la competencia desleal de productos importados, cuyos bajos precios ocultan subsidios económicos y/o daños ambientales no reflejados en el costo.

Así como urge garantizar nuestra soberanía alimentaria fortaleciendo la producción campesina de granos básicos, es también indispensable preservar nuestros bosques impulsando la silvicultura comunitaria. Los intereses ambientales, económicos y sociales del país, y los requerimientos de ingreso, empleo y preservación del patrimonio de los dueños de los bosques, convergen en la necesidad de preservar la soberanía silvícola mediante políticas públicas orientadas al desarrollo forestal sustentable.

La histórica disociación entre la propiedad del bosque y su explotación está en la base del perverso subaprovechamiento depredador que padece nuestra riqueza forestal. Y es que más de 80 por ciento de la superficie arbolada está en manos de casi 9 mil comunidades agrarias, mientras que la explotación del mismo es en 80 por ciento privada. Discordancia socialmente injusta y ambientalmente destructiva, pues las empresas que acceden al recurso natural mediante concesiones comunitarias ven la operación como un costo que abatir y no como una inversión estratégica, imponiéndole a los propietarios relaciones económicamente inicuas, socialmente subordinadas y ambientalmente ecocidas.

Mientras la integración de la cadena productiva silvícola se opere desde arriba, es decir, desde la empresa privada, será difícil e incluso imposible que las comunidades dueñas del bosque contrarresten la lógica saqueadora de una industria que se desentiende del recurso no sólo por su visión cortoplacista, sino también –y sobre todo– porque el bosque no le pertenece. Tanto más si consideramos que esta mentalidad ecocida es histórica y ha generado complicidades sociales, profesionales y burocráticas que operan como poderosas inercias culturales.

En la modalidad de aprovechamiento del bosque más desfavorable a los comuneros, los ingresos que éstos obtienen son exclusivamente por derechos de monte provenientes de la venta de madera en pie, y equivalen a una renta, es decir, la simple valorización de la propiedad sobre un bien natural. Cuando los miembros de la comunidad trabajan en la extracción de madera o en su procesamiento, reciben también salarios, es decir, ingresos derivados de la venta de su fuerza de trabajo e independientes de su condición de propietarios. Finalmente, cuando las comunidades conforman empresas propias y asumen el control de algunas etapas del proceso productivo, además de los salarios de quienes participan en las diferentes labores, los socios de la empresa obtienen ingresos por concepto de utilidades, las que incluyen una parte de renta y otra de ganancia propiamente dicha. Dado que la parte mayor del ingreso forestal corresponde a las ganancias y no a la renta efectivamente pagada o los salarios, es evidente que la emancipación económica de las comunidades dueñas de los bosques, que históricamente han sido receptoras de derechos de monte y a veces de jornales, pasa por la constitución de empresas asociativas que propicien el acceso colectivo a las ganancias que genera el negocio forestal.

Por ello, desde hace más de 30 años cientos de comunidades silvícolas organizadas en Oaxaca, Quintana Roo, Durango, Chihuahua, Guerrero y otros estados, impulsan como alternativa una integración desde abajo, desde el sector primario, desde los propietarios del bosque. Proyecto que ha tenido que lidiar con leyes favorables a las empresas privadas, con paraestatales suplantadoras e ineficientes, con políticas anticampesinas, con instituciones públicas tan corruptas como torpes y con instancias técnicas y gremios profesionales patrimonialistas. Con todo, ahí la llevan.

Y de entre las ceibas surgió Xtabay. Lugar de pastoreo, reservorio de caza y pesca, bodega de materiales de construcción, botica comunitaria, el bosque no se agota, sin embargo, en la silvicultura diversificada también hay magia y mito en la floresta. Porque bosque es cultura; cultura milenaria sedimentada en el imaginario colectivo de la especie.

Como las inmensidades del desierto, de las praderas y del mar, la floresta indómita es ocasión de ancestrales experiencias metafísicas que remiten a la fragilidad del hombre inmerso en la naturaleza. La civilización occidental embarneció entre el bosque y el mar (como otras lo hicieron en oasis del desierto, manchones fértiles en la estepa o claros de la selva), de modo que, para nosotros, además de importancia biológica, económica y social, el bosque tiene trascendencia simbólica: como escenario privilegiado de la otredad, como escondrijo de horrores y maravillas, como seducción y como espanto; como espacio mítico poblado de faunos, cíclopes y centauros; de hadas, elfos y gnomos; de chaneques, aluces, chilobos y nauhales, presencias paganas que nos acechan desde el bosque y desde el sueño, en el fondo lo mismo.

Ámbito del inconsciente colectivo de una humanidad progresivamente arracimada en aldeas y ciudades, el bosque físicamente existente ha sido también refugio de locos, leprosos y ermitaños; lugar donde sesionan los cismáticos y donde las brujas celebran sus aquelarres a la luz de la luna; alcoba de amantes clandestinos; zona liberada donde prófugos, bandidos y conspiradores de toda laya dictan su ley.

En el nuevo siglo la floresta conserva su magia. Hábitat del México profundo, por sus veredas remontadas aún se apersonan los nahuales o de perdida el narco. Ya casi no quedan anacoretas pero sí bandidos generosos; modernos Robin de los bosques que en pos de justicia agarraron monte. Y a falta de leyendas –que ahora son urbanas– una de las utopías más seductoras del cruce de milenios germinó precisamente en la selva chiapaneca.