Guerra sin fronteras
La violencia en Colombia es tan antigua como Colombia misma.” La frase, etnográfica y desoladora a la vez, que es una suerte de mantra andino para explicar lo que tal vez no tiene explicación, quiere dar cuenta de ese estado de guerra civil permanente o intermitente que asuela a Colombia desde hace ya más de medio siglo. Los orígenes más antiguos del conflicto se remontan a la resistencia de la sociedad rural contra varios intentos prácticamente salvajes de modernización que se suceden a lo largo de la primera mitad del siglo XX.
En los años 60, ya articulada por el imaginario de la Revolución Cubana y el auge de las rebeliones guerrilleras, la guerra civil cobró el giro que cobraron la mayor parte de las rebeliones armadas de la época: una lucha por reformas relativamente moderadas (políticas sociales, sobre todo en el campo; Estado constitucional y régimen de garantías políticas) envuelta en la retórica de la utopía revolucionaria. Con la caída de la Unión Soviética llegó el desamparo ideológico, pero también el pragmatismo político y militar. En un mundo global, vertebrado por presiones, comercio y tráficos extraterritoriales, las FARC se revelaron como una fuerza con una eficacia asombrosa de adaptación. Prácticamente, se transformaron en un Estado en el Estado. O si se quiere: en otro Estado.
Creer que se trata de un grupo guerrillero más es creer demasiado en lo que dicen las televisoras. Las FARC controlan un vasto territorio. Recaudan impuestos, designan autoridades y cuentan con un sistema judicial propio. Administran un sistema escolar y un sistema provisional de salud, proveen dividendos económicos a quienes las siguen y garantizan equilibrios sociales en sus zonas de influencia. Como todos los estados de la región, tienen pactos con el narcotráfico. Representan –obviamente– un régimen militar y militarizado. Colombia es hoy un país dividido en dos estados. Sólo así se explica la antigüedad y la permanencia de esa guerra. Cada uno de los frentes ha sabido siempre que no puede derrotar por completo al otro; pero también saben que no pueden ceder a menos que quieran ver sus bases de poder arrasadas por el contrario y por la disensión interna. ¿Qué haría el cuantioso y poderoso ejército colombiano si no estuviera ocupado en esa guerra? Una pregunta escalofriante. Digamos que se trata de un empate perpetuo. La guerra ha cobrado interés en sí misma, en la guerra como tal.
La llegada de Hugo Chávez al poder en Venezuela, y más tarde la de Correa al gobierno en Ecuador, cambia radicalmente este panorama, es decir, las condiciones que hacen posible el empate perpetuo. Pronto ambos presidentes descubren que su gran arma para definir posiciones regionales no es el petróleo (incautado por Estados Unidos en su mayor parte), ni las bravuconadas políticas con los vecinos, sino ese vasto y riguroso régimen informal llamado las FARC. Y desde hace al menos dos años, con su apoyo a los rebeldes, pueden poner en cualquier mesa de negociación el extraño equilibrio militar colombiano o, al menos, una parte de ese equilibrio. Una carta de negociación probablemente cuantiosa.
Por su parte, los guerrilleros colombianos cuentan, por primera vez en su historia, con dos estados aliados, o interesados en una alianza, al alcance de la mano, ¡en sus propias fronteras! En los últimos tres años el crecimiento de las FARC ha sido visible. No sólo como fuerza económica y política, sino sobre todo militar. Como de costumbre han sabido capitalizar la ineptitud de Uribe y cosechar las nuevas alianzas. Tal vez ahora que cuentan con luz verde para cruzar las fronteras de Venezuela y Ecuador, logran circunvalar las posiciones que el ejército colombiano había mantenido como zona límite y pueden incursionar en su retaguardia. Sólo que la retaguardia del ejército es ya el territorio que separa a varias de las ciudades mayores de la zona de guerra.
La decisión del presidente Uribe de atacar un campamento guerrillero en Ecuador oficializa la transterritorialización de una guerra que hace rato ya no tenía fronteras.
La pregunta es: ¿qué sigue? Si Uribe no logra, ya sea por vía militar o política, bloquear el paso de las FARC a través de territorio venezolano y ecuatoriano, la guerra civil en Colombia se inclina de alguna manera en favor de los guerrilleros. ¿Qué tanto? Imposible saberlo. Pero si eso sucede, Estados Unidos puede levantar las cejas. Colombia ha estado en la agenda de las posibles intervenciones de Washington desde los años 60. El rubro es la pesadilla de las FARC ocupando Bogotá (situación harto improbable, por cierto). Por ahora, los estadunidenses están demasiado ocupados en Irak y en Afganistán. Pero eso podría cambiar en algunos meses, si un presidente demócrata en la Casa Blanca decide negociar finalmente la aventura iraquí y retirar las tropas de Bagdad. La otra pesadilla sería entonces la iraquización de Colombia. Es una pesadilla lejana, pero en política las pesadillas no respetan las señales de la cordura.