Por Antonio Contreras
“Tener sexo anónimo fue un descubrimiento en muchos
sentidos. Para empezar, jamás me imaginé que me fuera
a gustar tanto. Durante mucho tiempo critiqué los cuartos
oscuros, los clubes de sexo y los baños públicos porque creía que sólo
entraban viejitos o chavos no muy agraciados. Error. Descubrí que asiste
todo tipo de gente, como para que nadie se quede con las ganas;
descubrí también mis facetas exhibicionista y vouyerista”. Quien habla
es Rodolfo, de 32 años. Dice que dos o tres veces al mes acude a alguno
de esos lugares para tener sexo “sin compromiso”.
El sexo sin compromiso es la premisa básica del sexo anónimo, el cual
ocurre en espacios públicos o semipúblicos entre personas que se desconocen
y que quizá nunca más se vuelvan a ver. Es un fenómeno casi
exclusivamente masculino en el que las etiquetas de la orientación sexual
no caben. Es sexo y nada más. En México, como en muchos otros países,
se puede practicar sexo anónimo en parques, gimnasios, callejones, campus
universitarios, servicios sanitarios de mercados y tiendas departamentales,
etcétera. El sexo anónimo se diferencia del sexo casual en que este
último sucede cuando en un espacio y tiempo determinados coinciden
dos o más personas calientes y dispuestas a satisfacerse mutuamente.
El sexo anónimo no es casual: se busca. Y los lugares para encontrarlo
son los cines porno, cuartos oscuros, clubes de sexo y saunas
públicos, además de otros sitios cuya vigencia depende del grado
de anonimato que conserven, o sea, hasta que autoridades administrativas
o policiacas o ladrones y extorsionadores hagan acto de
presencia. Por ello, es difícil inventariar los puntos donde hay actividad
sexual anónima. Internet y más recientemente los celulares con
bluetooth se han revelado como eficaces medios para conseguir sexo
anónimo.
El tacto toma la palabra
Aunque a los cines porno acude todo tipo de gente, predomina un
perfil viril. Se trata en su mayoría de hombres que tienen sexo con otros
hombres, concepto que define una práctica más que una identidad
sexogenérica. “No soy gay, pero ¿a quién no le gusta que se
la mamen?”, comenta un parroquiano, quien apenas sospechó
que se le estaba entrevistando, abandonó la sala.
La mecánica del ligue es sencilla. En un primer momento,
los hombres que desean ser felados deambulan por los
pasillos para ser vistos, posteriormente ocupan una butaca,
cuidando que las butacas de a los lados estén vacías, para
que el interesado se siente junto a él. Es un código que se
aprende instintivamente y da resultado cuando al primer
hombre no le interesa quién le practique el sexo oral. Para
los más experimentados, el deambular se acompaña de
cruce de miradas y actitud corporal. En estos casos hay
búsqueda específica de pareja sexual, es decir, se compara
y se selecciona de entre los asistentes.
La comunicación verbal no es necesaria; de hecho,
cualquier intento de establecer una plática pone en riesgo
el acto sexual, que se reduce al desahogo de una necesidad.
“No vine a conocer a nadie, sólo quería ver la película
porque se aprende mucho… Sí, posturas, técnicas…”, se
justifica el parroquiano antes de marcharse.
Como él, muchos de los asistentes niegan
ser asiduos a los cines porno. Simplemente
pasaban por acá, están haciendo tiempo o
sólo querían distraerse. Por esta razón, la interacción
social antes o después del sexo, así
como la posibilidad de una relación futura es
prácticamente inexistente. En el transcurso de
una función se pudo observar a dos hombres,
en diferentes butacas, aparentar que dormían
mientras eran felados. Así, en los cines porno la
experimentación sexual se constriñe a la masturbación
mutua o al sexo oral, mejor conocido
como guagüis.
De acuerdo con la investigación Los locales
de sexo anónimo como instituciones sociales, de
los españoles Fernando Villamil y María Isabel
Jociles, los aficionados al sexo anónimo “tienden
a separar tajantemente la actividad encaminada
a tener sexo del resto de actividades, de forma
que sexualidad es precisamente aquello que no
es sociabilidad. En este esquema, el sexo es concebido
como necesidad, desahogo, instinto.”
El lenguaje del cuerpo
Otro territorio del sexo anónimo son los baños
públicos, específicamente en los “vapores y
turcos generales”. Si en los cines pueden darse
casos de personas que ignoraban lo que sucede
dentro, en estos lugares la finalidad de los
asistentes es explícita: sexo. Quienes ingresan
a los cuartos de vapor y sauna saben lo que
ocurre ahí, aunque finjan que no. La desnudez
de sus cuerpos los delata.
La clientela es diversa, lo mismo que
las fisonomías. Los hay jóvenes y no tanto,
delgados y obesos, aunque son mayoría los
cuerpos medianos. Las prácticas sexuales van
desde la masturbación hasta la penetración.
Los encargados de los baños y los masajistas
—donde los hay— permanecen en el área
de regaderas y no hay nada que identifique
el lugar como gay: ni banderas de arco iris
ni carteles de prevención de infecciones de
transmisión sexual. Aquí se viene a pasar un
buen rato, no a hacer conciencia.
Ernesto afirma no ser gay, sino “sólo calenturiento”.
Acepta que acude con frecuencia a
los baños públicos, porque “aquí la gente no
tiene tantas broncas para tener sexo. Empecé
a venir hace como dos años —ahora tiene
28— y seguiré viniendo después de que me
case… Sí, claro, todos nos tenemos que casar,
¿no? Experiencias desagradables no he tenido.
Bueno, tal vez la primera vez. Un señor se sentó
junto a mí, aquí en el vapor, y me dijo que esto
de los baños era algo así como una hermandad,
que tenía que aflojar con todos para que pudiera
seguir viniendo. La verdad sí me asustó. Me
salí y tardé como 15 días en regresar”.
Para conseguir sexo no hay que hablar,
el lenguaje corporal basta. Una erección es
una invitación más que evidente. Las charlas
previas o posteriores al sexo son por lo general
irrelevantes, ya que parte del atractivo de
estos espacios es la sensación de lo prohibido,
de lo fugaz, sin necesidad de entablar inútiles
conversaciones o tediosos cortejos.
Jacobo Schifter Sikora, en su libro
Caperucita rosa y el lobo feroz, un estudio
sobre el sexo anónimo en Costa Rica, escribe:
“El sexo público es un lenguaje que se
escribe con el cuerpo. Podríamos más bien
aducir que llegamos a conocer más íntimamente
a una persona que nos representa un
guión de sus deseos más profundos, que a
otra que nos habla como una cotorra.”
Rodolfo, quien fue abordado en el área de
regaderas cuando se alistaba para irse, acepta
que los baños públicos lo “prenden”. Lo único
que le desagrada, dice, es la insistencia de
algunas personas. “Si alguien que no te gusta
te mete mano, lo haces a un lado y ya, pero hay
otros que son aferrados y quieren a huevo tener
sexo contigo. ¿Una experiencia agradable? Pues
todas, pero la mejor fue la primera vez que vine,
cuando descubrí que soy exhibicionista. Estaba
con un chavo que me gustó mucho desde
que lo vi. (Sentados en la banca del vapor) nos
estábamos fajando y masturbando. A punto
de eyacular abrí los ojos porque quería ver su
expresión, y me di cuenta que varios nos estaban
mirando; eso me excitó muchísimo y lancé
chorros de semen. Los que miraban empezaron
a aplaudir… ja, ja… no es cierto, pero dos o tres
se vinieron al mismo tiempo que yo y eso me
hizo sentir ¡uf!”
Riesgos del sexo anónimo
Con todo lo placentera que pueda ser la
experiencia, el sexo anónimo conlleva riesgos
que es preciso considerar. En primer término,
la probabilidad de contraer infecciones
de transmisión sexual si se practica el sexo
inseguro. En segundo lugar la posibilidad de
ser asaltado o extorsionado. En el DF, la Ley
de Cultura Cívica prohíbe ejercer o solicitar
servicios sexuales, amparo legal para los operativos
policiacos que de cuando en cuando
se realizan en lugares de encuentro como los
descritos. Riesgos que, quizá en algunos, no
hacen más que multiplicar la excitación.
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