Alcira y el país del otoño
Un fragmento de la novela Los detectives salvajes de Roberto Bolaño es utilizado para un espectáculo unipersonal, Alcira o la poesía en armas, con la actriz Verónica Langer dirigida por Antonio Algarra. El escritor chileno recrea en este pasaje de su novela un episodio del movimiento del 68 cuando, a la entrada de las tropas en Ciudad Universitaria, una mujer quedó encerrada por quince días en un baño de la Facultad de Filosofía y Letras, hecho que dio pie a variadas interpretaciones acerca de la identidad de esta mujer. Al mismo tiempo, recorre la vida y hechos de la extraña Alcira, un tanto enajenada, un mucho enamorada de la poesía y que ha conocido a los poetas de la época enmedio de una existencia de alcohol y vida nocturna. Alcira, para poder resistir el encierro, el temor y el hambre, recita en esta versión muchos de los poemas que más le gustan, al tiempo que va hilando –se llama a sí misma “la madre de los poetas”– pasajes de su vida y de su relación con los autores que la acogen sin reservas y que constituyen la felicidad de una existencia signada por estrecheces sin cuento.
El texto, que no es muy significativo dentro de la novela, se sostiene como un largo monólogo que suscita muchos recuerdos acerca del Movimiento Estudiantil y Popular y está escenificado en un baño –en escenografía de Arturo Nava– que nada tiene que ver con los de esa facultad y más parece de estación camionera. El director Antonio Algarra intenta el realismo al sentar innecesariamente y muchas veces a la actriz Verónica Langer en el precario excusado y rompe con ese realismo al hacerla extender el rollo de papel higiénico formando diversas figuras para, al final, envolverse en él como una figura heroica extraída de algún cuadro. A Verónica Langer le conocemos mejores desempeños y esta vez, poco o mal dirigida, no resuelve del todo el unipersonal basado en un hermoso pasaje de la novela de Bolaño que a los jóvenes les ofrece un dato de la gesta del 68, a los no jóvenes (en lo personal yo estaba en C.U. cuando entraron las tropas) nos agolpa recuerdos y a todos nos antoja leer o releer la novela que poco o nada se ocupa en lo esencial de estos hechos.
En otra escenificación de textos literarios, pero esta vez adaptados dramatúrgicamente, El país del otoño toma dos cuentos del libro de Ray Bradbury El país de octubre dramatizados por dos autores –de los que no tengo mayores noticias– diferentes y dirigidos por Mauricio Pimentel. Ambas adaptaciones tienen graves carencias, aunque la del cuento El viento, debida a Bernardo Ruiz, está más apegada a la intención de Bradbury, a pesar de que elimina a los invitados de los Thomson (aquí conocidos como Él y Ella), pero la sustitución del final hace que no quede claro. En el original, Herb Thomson sale a la puerta y escucha, entre ramalazos de viento, la voz de su amigo Allin que por fin ha sucumbido a lo que tanto temía y en esta versión, ambos cónyuges se tiran al suelo ante el insistente golpeteo en la puerta y gritan: “Han llegado”, lo que muy bien podría referirse a los invitados que esperan. En este cuento, Pimentel utiliza los videos de Ignacio Ferreyra y la voz en off de Allin (aquí El escritor) para reproducir la angustia de las llamadas del segundo y tiene momentos afortunados como el de la minuciosa y tensa puesta de la mesa por ambos cónyuges y otros no tan afortunados como en muchos movimientos carentes de sentido.
La adaptación de Salvador Montes del cuento El pequeño asesino demerita en todo la intención del original, que es extraordinariamente siniestra y de una gran ambigüedad. En lugar de mostrar los temores de Alice Lieber, la madre, desde el momento de la cesárea, de que ha engendrado a su asesino y los sucesivos momentos en que ve a su bebé acechándola con los ojos abiertos, puesto que la criatura no duerme,y los sonidos que escucha por la noche, la presenta como una odiosa mujer que rechaza a su hijito porque llora constantemente y se interpone en la relación con su marido. Se suprime la muerte de David y el horroroso final presentando al nene como un ser normal en lugar del sobrenatural engendro que detesta a sus padres porque lo privaron de la comodidad del vientre materno. Aquí también Pimentel se niega a la actoralidad vivencial que le hemos conocido y recurre a movimientos muy gratuitos de sus tres actores, Ana Ligia García, Juan Navarrete y Jacobo Atri, en la que no es la mejor de sus propuestas. La austera escenografía en dos planos se debe a Arturo Nava, el vestuario es de Gabriel Ancira y el diseño sonoro corresponde a Rodrigo Espinosa.