¿Dónde está el PRI?
Una encuesta publicada el pasado martes, y los resultados de muchas elecciones estatales y locales, indican que el PRI está en el corazón de muchos mexicanos (Reforma, 4/3/08); 55 por ciento de los priístas encuestados sostienen que su partido tiene “mucha influencia”, y están en lo correcto, y 33 por ciento de la población general cree que “se está fortaleciendo”. El PRI también está en sus bancadas en el Congreso y habla –o parece hablar– por boca de sus coordinadores, en particular del senador Manlio Fabio Beltrones, cuyas palabras son más influyentes que las de la presidenta del partido, Beatriz Paredes. Afortunadamente para todos nosotros, este partido ya no es como el Dios de los cristianos, que está en la Tierra, en el cielo y en todo lugar, pero aun así se hace presente en los gobiernos de los estados –no deja de sorprender que haya arrebatado Yucatán al panismo–, y sobre todo en el Congreso, donde su condición de tercera fuerza relevante le asegura una capacidad de influencia muy superior a la que sugerirían los simples números. Esta recuperación es inquietante porque no ha habido un solo cambio en el partido, tampoco ha habido una reflexión a propósito del porqué de sus derrotas en elecciones presidenciales –dos al hilo–.
La imagen pública del PRI ilustra cómo el discurso político se ha impuesto a la verdad histórica. Sostener el lugar común de que el partido se fundó en 1929 y que se mantuvo en el poder, idéntico a sí mismo, durante más de siete décadas, es una grave deformación de los acontecimientos, que conduce a engaño en la comprensión de esta organización y de su capacidad de supervivencia. Ciertamente, en este largo periodo, entre el Estado y el partido se desarrolló una relación instrumental, en la que éste estaba por completo subordinado a aquél, y más exactamente al presidente de la República. Sin embargo, diferencias abismales separan al PRI de sus antecesores, el Partido Nacional Revolucionario (PNR de 1929) y el Partido de la Revolución Mexicana (PRM, cuyo nacimiento fue anunciado en 1938 por un decreto presidencial que firmó Lázaro Cárdenas). En 1928, el presidente Plutarco Elías Calles jamás propuso la fundación de un partido único –es más, es probable que aspirara a impulsar un sistema bipartidista copiado sobre el de Estados Unidos– sino una organización en la que se congregara algo tan difuso como “la opinión revolucionaria del país”. Cárdenas, en cambio, y bajo la influencia de la época y de Vicente Lombardo Toledano, quiso crear un partido de clase, un instrumento de los trabajadores que los apoyara en su trato con los empresarios e incluso con el propio Estado. Manuel Ávila Camacho, por su parte, en 1946 impulsó un partido pluriclasista, cuya ideología nacionalista –que no antimperialista– debía apoyar la reconciliación política y social, y la expansión del Estado modernizador que impulsó el desarrollo del país en la posguerra. Atrás quedaron la “opinión revolucionaria” y el partido de los trabajadores.
Así, en términos estrictamente históricos, el PRI no debe festejar el 79 aniversario, sino 62 años de existencia, y sus líderes cometen grave error al dejarse sorprender por el discurso de la oposición que les reprocha una permanencia casi octogenaria. En sus primeras tres décadas, es decir hasta los años 70, el partido desplegó una gran plasticidad para adaptarse a los cambios de los tiempos, era motivo de orgullo para muchos mexicanos, como lo demostraron Gabriel Almond y Sydney Verba en su estudios sobre la cultura política; e incluso se convirtió en un modelo de partido que proporcionaba una vía amplia de incorporación a la participación política a los nuevos grupos sociales que impulsaba el desarrollo. El PRI era el partido del cambio, de los jóvenes, aunque cada vez menos, y de la estabilidad.
Bien harían los viejos priístas en examinar las encuestas y los resultados electorales que muestran que el partido representa al grey power –67 por ciento de sus miembros y seguidores nacieron antes de 1977–, de ellos sólo 13 por ciento tienen un grado universitario, frente a 47 por ciento que solamente tienen educación primaria, y 38 por ciento viven en zonas rurales. Estos datos apuntan a la profunda transformación de la composición del PRI, que la dirigencia parece no haber tomado en cuenta. Primero, se deshicieron de la tecnocracia salinista que, como la alemanista de los años 40, estaba comprometida con la transformación del país. También deberían preguntarse los dirigentes por qué 52 por ciento de los priístas se consideran de derecha, y solamente 9 por ciento se autoidentifican como de izquierda. Esta información cae como una cubetaza de agua helada sobre las declaraciones del avezado ex presidente del partido Gustavo Carvajal, quien, en cambio, proponía también ayer: “Tenemos que ser un partido de izquierda, que recupere la representación popular que se había olvidado…” (Reforma, 4/3/08). Curiosamente, como lo sugieren los datos arriba citados, eso es justamente lo que el PRI es todavía: un partido de representación popular. Pero la dirigencia aún no se ha enterado dónde está el PRI, enfrascada en sus pleitos y pullas personales, y desbordada por los restauracionistas que todo lo que quieren es volver al pasado, incluso si en el camino se llevan nuestro futuro.