Qué hacer con la guerrilla
El Estado se puede deshacer de un movimiento armado opositor de múltiples maneras. Las más obvias son la liquidación (asesinato o encarcelamiento de todos sus integrantes y de su “entorno”, desde dirigentes, militantes y simpatizantes reales y potenciales, hasta todos aquellos que pudieran llegar a estar de acuerdo con uno o más de los puntos del programa de la guerrilla) y la rendición: las autoridades políticas renuncian en masa, los empleados que permanecen en las sedes les entregan las llaves a los insurrectos y con ello se termina, de raíz, la guerrilla.
Muchos gobernantes actúan como si sólo existieran esas dos soluciones, pero hay otras, intermedias. Una, nada mala, consiste en ir más allá de la visión estrecha de una legalidad a rajatabla (aplicada sólo contra los opositores) y entender que, más allá de las infracciones a la ley vigente que conlleva todo movimiento armado, hay descontentos sociales, económicos y políticos que no tienen otra vía de expresión que la violencia, y atender entonces las causas profundas que nutren de razones, de combatientes y de discurso a los grupos armados. Antes, después o en el transcurso de las medidas correspondientes, puede tener lugar, en forma paralela, una negociación de paz. O no: tal vez baste con que el gobierno se aplique a corregir desigualdades, injusticias y atropellos ancestrales para que se disuelva lo principal de la base de la guerrilla y a sus líderes no les quede más remedio que retirarse a escribir sus memorias.
A los gobiernos casi nunca les da por ir al fondo de las cosas ni por admitir que a los opositores armados les asiste la razón, al menos parcialmente. Se ha visto que prefieren repartir dinero en algunos sectores populares y armar grupos contrarios a los insurgentes, comprar a los dirigentes con cargos y con admisiones a trasmano al círculo de los selectos (incluso se les permite emparentar con buenas familias) y propiciar la descomposición del movimiento opositor hasta lograr que nadie tenga claro cuál de los bandos en la guerra es más delincuencial.
Generalmente, los poderosos recurren a una combinación de varias de las medidas señaladas. Álvaro Uribe, en Colombia, había venido apostándole a una pinza de exterminio conformada por las fuerzas regulares y por la conversión de sus amigos narcos y paramilitares en potentados electorales con peso propio, en líderes regionales, en cargos legislativos y en un poder creciente dentro del Estado. En esa receta, todo margen cedido a un proceso de paz sería contraproducente, y de allí su empeño en torpedear cualquier negociación con la guerrilla, por embrionaria que fuera.
Pero las cosas no han marchado bien para el presidente colombiano. En el congreso estadunidense han salido a relucir sus viejos vínculos con el tráfico de drogas y poco le han agradecido su esfuerzo por crear en América Latina la guerra bushiana “contra el terrorismo”. Además, y a pesar de las fronteras más bien difusas entre las FARC y la delincuencia común, las primeras siguen siendo una organización arraigada y dueña de un discurso político que encuentra eco en la miseria, en la desigualdad y en la opresión que afectan a buena parte de los colombianos. En esas circunstancias, Uribe empieza a ensayar la solución más insensata de todas las imaginables para acabar con una guerrilla: internacionalizar el conflicto y volverlo una confrontación regional. Por eso invadió Ecuador y por eso asesinó, en ese país, a una veintena de insurrectos, entre ellos el dirigente Raúl Reyes, quien era una pieza fundamental para lograr la liberación de los secuestrados civiles en poder de las FARC. Es lo que se conoce como una huida hacia delante, y casi siempre resulta desastroso.