TOROS
Emotivo festival en La Florecita honra fraternal afecto de los hermanos Casanueva
Tras su apoteósica despedida, Rincón, obligado a enfrentar un nuevo desafío
Cinco orejas en su última tarde
Comprometido a reivindicar el taurinismo colombiano
Ampliar la imagen César Rincón, el mejor torero de Colombia Foto: Archivo / Jesús Villaseca
Tras un cuarto de siglo de azarosa carrera y luego de haberse consagrado no sólo como el torero colombiano de mayor trascendencia en la historia, sino como el matador no español más importante de la época, Julio César Rincón Ramírez, conocido en la fiesta de los toros como César Rincón, el día de ayer, en la plaza Santa María, de Bogotá, dijo adiós a la profesión que tanto supo honrar.
Para los buenos aficionados hablar del maestro Rincón (Bogotá, 5 de septiembre de 1965), es hablar no sólo del mejor torero que ha dado Colombia, sino del matador latinoamericano más importante del mundo en los últimos 25 años, para gloria del heterogéneo mestizaje tauromáquico en el “nuevo” mundo, y vergüenza de cuantos países de este continente se autonombran taurinos.
En efecto, lo que podemos llamar el fenómeno Rincón es reflejo de esa privilegiada cuerda intemporal de los toreros cuyas mejores prendas son el pundonor, el poderío y un claro espíritu de pelea, no sólo con toros y alternantes sino sobre todo consigo mismos, hasta imponer su fuerza de carácter en circunstancias inimaginables.
Auténtico guerrero de la vida, este emperador bogotano de los ruedos supo sortear, con su coraje, autoestima y señorío, los obstáculos más increíbles, las pérdidas más crueles, las cornadas más dolorosas y los pronósticos más sombríos, en histórico mentís a ese nefasto, deliberado e inexcusable subdesarrollo taurino sudamericano.
Originario de un conflictivo país donde la belleza de sus mujeres es inversamente proporcional a la lucidez y autovaloración de sus promotores taurinos, César, sin el colchón organizacional que ha permitido a algunos toreros mexicanos instalarse en la medianía, decidió muy joven abrirse paso en España, desde luego por su admiración a ésta pero igualmente por imperiosa necesidad.
La historia taurina de la región es tan triste como el resto de su historia: tanto Colombia como Venezuela, Ecuador y Perú, desde siempre han asumido un absurdo papel de colonias taurinas de la nación española a causa de la escasa valoración de su respectivo potencial tauromáquico y gracias, también, a la incapacidad de esos países para integrar, con convicción y profesionalismo, un mercado común taurino latinoamericano, México incluido.
¿Para aislarlos de España? Al contrario, para ofrecer a los países taurinos europeos un escenario más sólido y menos dependiente que propicie una sana y equitativa internacionalización de la fiesta de los toros.
Pero la inteligencia de Rincón percibió que su destino le imponía una terrible lucha individual –duelos prematuros, puertas grandes en los principales cosos, hepatitis C, divorcio, dos ganaderías– a prudente distancia de la afición sudamericana, así como de su añeja costumbre de admirar lo español sin poner en práctica en su tierra lo que tanto admiran de aquella, a excepción de importantes avances ganaderos.
Por eso, entre los merecidos discursos encomiásticos a tan extraordinario torero y las endechas de amor a su incopiable trayectoria, prevalece, aquí y allá, una laguna brutal en torno a las circunstancias y posibilidades taurinas del ganadero César Rincón a partir de hoy.
Mire usted, los aficionados sudamericanos pretenden ignorarlo o, peor aún, aceptarlo como inalterable fatalidad, pero sus países mantienen una situación lamentable, por decir lo menos, instalados desde siempre como colonias taurinas de España que sólo saben ofrecer plazas, toros, subalternos, públicos y dólares, pero no diestros exponentes de su respectiva idiosincrasia, ídolos regionales y rivales dignos de los coletas extranjeros.
Ese es, a partir de hoy, el nuevo reto de César Rincón: reivindicar la tradición taurina Colombia y el resto de la región, no como vergonzosas colonias dependientes de una metrópoli europea, sino como pueblos dignísimos, capaces de generar otros maestros del toreo, otras voces elocuentes de su mestizada tauromaquia.
Ayer, en la plaza La Florecita, el aficionado práctico Miguel Casanueva tuvo a bien homenajear el taurinismo de sus hermanos mayores, Juan y Antonio, con un lucido festival en el que tomaron parte el matador en retiro y conocedor de la ganadería de Vicencio, Raúl Ponce de León, sobrado de sitio y de expresión, el propio Miguel –gafas oscuras y poblado bigote en soberbios derechazos en los medios–, Jesús Lara, Juan Carlos Alvírez, Carlos Allende y Pedro Pinsón, todos con una afición que refleja la perenne vocación taurina de México.