Usted está aquí: viernes 22 de febrero de 2008 Opinión Antrobiótica

Antrobiótica

Alonso Ruvalcaba
http://antrobiotics.blogspot.com y [email protected]

Apuntes para una ley

Ampliar la imagen Marlene Dietrich fuma elegantemente en una escena de Blonde Venus, 1932 Marlene Dietrich fuma elegantemente en una escena de Blonde Venus, 1932 Foto: tomada del libro 150 Years of Photo Journalism

I

Dos veces intentó el gobierno demoler a Maribel, cuyos tacos –bistec al tizne, longaniza, aclimatados con nopales, pápalo, limón y una salsa alucinante de varios chiles rojos, naranjas y amarillos, que con un poco de agua y sal se iban martajando durante el día en un enorme molcajete invencible– estaban en Bolívar, entre Carranza y Uruguay, afuerita del Santander. La primera fue en 2006, una vez que dizque limpiaron la calle de ambulantes, pero nomás la llenaron de policías. Maribel regresó al par de semanas. La segunda sucedió hace meses, cuando mandaron cerrar Bolívar para su reconstrucción; la calle estuvo en esqueleto, varios locales tronaron (el ejemplo más triste no es el de Maribel, sino el de Beatriz, que había estado ahí desde 1907); Maribel se embarazó, dicen, y tuvo al hijo. Cuando la calle volvió a abrir, Maribel –atribulada además por una berrinchuda ley antiambulantes– ya no pudo regresar. Nosotros la dimos por perdida con razón y nos fuimos por nuestro lado. Pero hace poco, al salir del Metro Salto del Agua, el olor de tizne, un gran anafre y un montículo de longaniza nos llamaron la atención; un señor atacaba los bisteces delgadísimos y una niña hacía las tortillas; pedimos uno campechano con nopal, le pusimos pápalo y cuando íbamos a salsearlo algo sentimos, parecido al momento en que encuentras a una antigua pareja y sabes que los caminos son muy distintos, que cada quien ha amado de nuevo y ninguno es ya aquello que era, pero en el fondo queda un ápice, un antiguo rasgo en la sonrisa tal vez, algo que se salvó del naufragio o, como en el poema de Sandro Penna, algo que resta come un ultimo gabbiano alla tempesta, como una última gaviota en la tormenta. Era la salsa de Maribel, que sobrevivió al desalojo del centro, aunque la propia Maribel no lo logró. El puesto lo atendía su primo, que nos contó del embarazo. A ver: era hermoso el centro con sus anafres y su olor a tizne y los domingos que bajábamos a comer barbacoa con una botella de Murrieta’s Well 2005, de Oregon, denso, denso, al puesto de la familia que ya también corrieron de Regina y 5 de Febrero, ahora vuelta esquina de puro polvo y varillas, pero es más chingona la supervivencia secreta de una salsa en la orilla de la vieja ciudad, al otro lado de la última acequia, donde antes extirpaban a los indios.

II

Cualquiera sabe que todas las cosas avanzan hacia su destrucción aunque a unas cuantas, como la salsa Maribel, les cueste trabajo dejarse borrar. El sábado fui a Lampuga a ver si ya habían puesto las mesitas afuera que nos prometieron. No, y no sólo eso: estaba lleno. (Sentí algo parecido a lo que sientes cuando te separas, y sufres, y unos días después encuentras a tu pareja: absurdamente, es más hermosa, se ha cortado el pelo o se lo pintó de rojo, está acompañada de cualquiera, sonriente y tan tranquila. Una traición que no puedes reclamar.) El domingo fuimos a Los Portales de Tlaquepaque, cantina de ley; antes de sentarnos en la barra, don Rufino se nos acercó y nos dijo, literal: “Jóvenes, con una noticia muy bienvenida: ya no se puede fumar...” Luego hizo no con la cabeza y dijo: “¡Al carajo con este gobierno!” Nosotros estuvimos de acuerdo y nos fuimos a otro lado y a otro y a otro. Obvio, en ninguno se podía fumar ya. Una ley histérica como la antitabaco, con su miope fijación salubre, acaso no termine por destruir ningún local –los veleidosos gustos chilangos se encargarán, supongo–, pero sí nos demolió a nosotros.

(II.I Paréntesis: Buenas noches

Queridos Portales de Tlaquepaque, en cuya barra me he recargado cien veces, sobrio o hasta la madre, que me han visto fajar o coger o se hicieron de la vista gorda cuando nos metíamos cosas en el baño; barra de la Buenos Aires y Édgar tu cantinero, que igual fingió demencia tantas veces; Pujol y tu taco de bistec y tu mole de olla imbatible –¿o era batible y ahora ya no me acuerdo?, nunca lo sabré–; Lampuga, viejo Lampuga, el otro día vi en tu pared un letrerito: “Este restaurante es 100% libre de humo”, me gustaba tu po’boy y tus mejillones en vino blanco sobre pasta; Casino Español, tu cochinillo pervive en la memoria y tu fabada y algunos de los ancianos que nos rodearon tantas veces y nos hicieron reír con sus pelucas –de tu rondalla no queremos acordarnos–; solitaria Resurrección de los Mesones, tu mesero color rosa te abandonó antes que nosotros: supongo que no es tu culpa; Photo Bistro, nos serviste para escondernos en medio del granizo y luego salimos y adoptamos tu esquina en plan secreto; Única de Motolinia, Brássica, Águila y Sol, Puntarena en Palmas, MP, Victoria, bar Gante, restaurantes o cantinas que ahorita se me olvidan, ai se ven.)

III

Si fuera como cuando tenía 11 años y empecé a fumar en el jardín López Velarde a escondidas de todo el mundo; si fuera como cuando tenía 13 años y empecé a chupar ciegamente; o como a los 15 que por fin empezamos a coger de veras con viejas y con güeyes y una emoción invista e inaudita nos raptaba. Vaya, si no tuviera esta güeva imposible de absolutamente todo, si no caminara como robot o como zombi, muerto ya desde hace quién sabe cuánto tiempo, me emocionaría el hecho de que la ley antitabaco me acerque a la exclusión y la ilegalidad, de donde nadie debería salirse nunca.

 
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