Pemex: la presa sitiada
Las elites decisorias del país han llegado a un acuerdo para la apertura de Pemex a la inversión privada. Por tal referencia se entiende, en verdad, la entrada del capital externo que, se alega, portan las empresas de energía internacionales que por años le han dado la vuelta a la noria de las presiones, los consejos y hasta los sobornos con tal de hacerse con una parte de la jugosa renta petrolera. El PAN y el gobierno federal, auxiliados por un conjunto de gobernadores ávidos de meterle el diente a los remanentes petroleros, han jalado a los dirigentes cupulares del PRI a este tinglado de intereses. Juntos, quieren modernizar a Pemex, eufemismo que trata de ocultar, ante los mexicanos de banqueta, las crudas intenciones que los empujan a trastocar o darle la tramposa vuelta a la misma Constitución.
Frente a ellos se mueve una fuerza popular de la magnitud suficiente para detener tan inicuo proyecto. Es la fuerza de los clasificados, con la malicia de los colmilludos, como duros, intransigentes, los trasnochados nacionalistas, los opositores irredentos. Pero lo que estos mexicanos sienten, saben por negativa y hasta trágica experiencia, es que sin el total control de los energéticos, tal como hoy ordena la Constitución en su artículo 27, México perderá la capacidad de decidir su destino. Sin el apego al espíritu nacionalizador que rescató los hidrocarburos nacionales de manos extranjeras, allá por el lejano 38 del siglo pasado, el futuro económico, tecnológico, industrial y hasta cultural del país entrará en un túnel sin salida. La cruzada para evitar la catástrofe planeada desde el poder no se detendrá hasta lograr el propósito que la anima. Se cuenta, para ello, con la lucidez de muchos mexicanos que van aportando análisis, estudios, experiencia pero, sobre todo por la creciente movilización del pueblo.
La compulsión privatizadora, entreguista, de esa elite burocrática es entendible. Lo es porque las personas que la integran cuidan, en primerísimo lugar, sus propias biografías. Carreras políticas que pretenden sean de éxitos continuos, asegurados desde las cúspides. Son hombres y mujeres timoratos, con muy pocos arrestos para enfrentar dificultades, para defender lo que los de abajo requieren. Siempre están atentos a los que sucede arriba de ellos, a veces voltean a sus lados pero sólo en raras ocasiones atisban abajo, menos aún hacia adelante para otear un futuro que siempre está plagado de incógnitas e inseguridades. Carecen de grandeza para emprender aventuras transformadoras, las de gran aliento que exigen la imaginación de la que carecen, duras luchas que esquivan a toda costa, desgastes y, en especial, solicitan perseverancia y trabajos múltiples difíciles de adoptar como cotidiana práctica.
Por estos días de pasiones e ilegitimidades angustiantes, las presiones de sus patrocinadores se han robustecido. Sostienen que el momento ha llegado. No se puede esperar más. Alegan que las reservas se agotan, los recursos escasean, la tecnología no se domina, la administración es deficiente, el sindicato asfixia, la necedad de algunos estorba y se alienta la resistencia al cambio. Han estudiado con detenimiento el tiempo preciso para actuar. Las encuestas de opinión les dicen que, a pesar de que la mayoría de los mexicanos no quieren abrir Pemex al capital trasnacional, la conciencia de la muchedumbre es débil, puede afectarse con una efectiva campaña publicitaria. Una donde se diga que no se puede aguantar más el declive de la empresa, que las alianzas no son contratos de riesgo, que no se privatizará ni un tornillo. Llegan a citar, con toda la alarma del enterado, que los estadunidenses recurrirán al estúpido método del popote para chuparse los veneros de chapopote de este lado de la frontera marítima. Y esto lo anuncia, con voz de salvador, un hombrecito del priísmo más decadente (Labastida) que pretende salvar a Pemex. Sin verse como un simple favorecido por la gracia de amistades, por la ayuda de subordinados encumbrados para terminar con una carrera sin lustre, sin logros, llena de escaladas inmerecidas y sonadas derrotas, ayuna de aportaciones a favor del pueblo o de cualquier causa noble.
La interesada compulsión privatizadora de esa clase de personajes que integran la elite oficialista actual sigue adelante, ahora con ímpetu renovado por las fuertes presiones que reciben de aquellos empresarios de gran calado que, para hacer negocios, para incrementar sus enormes fortunas, requieren del manto gubernamental. O por aquellas empresas y hasta gobiernos a los que les urge asegurar sus atentos proveedores confiables. Trasnacionales que desean, con ahínco, aprovechar los altos precios de los energéticos para engrosar sus obscenas utilidades a costa de los desprevenidos mexicanos que no saben cuidar y defender sus tesoros. Los legisladores del PRIAN, el presidente formal, con sus asesores y demás acompañantes de los medios, no pueden resistir las ambiciones del gran capital, ya sea éste local o foráneo. Es un peso enorme sobre sus timoratos espíritus.
El capital insaciable es la palanca que mueve al aparato establecido y no, como se sostiene con fingida veracidad, las intenciones de mejorar a la más importante empresa de los mexicanos, tal como difunden los preclaros líderes del momento burocrático. Pero tampoco se pueden descartar las complicidades individuales de los que intervienen en el diseño de la ruta privatizadora.
Las ambiciones de los que extienden sombras y tratan de ocultar las reales intensiones de la reforma energética y suavizan sus consecuencias flotan inocultables. Se trasluce el cinismo de los proponentes, los apoyos repletos de malicia sorprenden, la enjundia difusiva y las opiniones de enterados que ponen sus prestigios en la balanza abundan sólo para caer después en el vacío de los extraviados. El petróleo y la energía en general (eléctrica) es un tesoro que debe quedar bajo el dominio de la nación sin injerencia externa o privada. Se trata, en última instancia, de decidir quién manda: el capital externo o los mexicanos.