Usted está aquí: domingo 17 de febrero de 2008 Política Cuba: los jóvenes y la revolución

Guillermo Almeyra

Cuba: los jóvenes y la revolución

El caso del estudiante universitario cubano Eliécer Ávila es muy ilustrativo no sólo porque Ricardo Alarcón –la segunda autoridad en la jerarquía estatal– discutió con él sin problemas y porque, contrariamente a lo que pretendieron los medios reaccionarios de todo el mundo, el joven no sufrió la menor represalia, sino esencialmente porque saca a luz, con gran claridad, la cuestión candente de la necesidad de lograr un amplio consenso nacional para dar un nuevo impulso a la revolución cubana.

El contexto mundial en que se encuentra Cuba es pésimo. La recesión en Estados Unidos, al reducir la actividad industrial y el consumo, muy probablemente hará bajar el precio del barril de petróleo venezolano, pero muy poco el de los alimentos, que es estimulado por las importaciones asiáticas. O sea, la ayuda venezolana a Cuba y otros países –incluso dejando de lado las presiones imperialistas y las amenazas contra Hugo Chávez– difícilmente podrá ser tan generosa en esas condiciones como lo es en la actualidad. Cuba, por lo tanto, podría verse obligada a comprar una cuota mayor de petróleo –menos caro que hoy, pero siempre a precios altos– en el mercado mundial. La factura por las importaciones alimentarias, al mismo tiempo, se mantendrá, ya que la agricultura cubana no tiene las condiciones para resurgir a corto plazo. Las restricciones en todos los campos –en el uso de las divisas, que no pueden destinarse a viajes de los ciudadanos cubanos al exterior, en el abastecimiento en alimentos, en el transporte y en los insumos para la agricultura– tampoco podrán desaparecer en lo inmediato. Las tensiones sociales, por lo tanto, se perpetuarán y, por consiguiente, aumentarán. La escasez seguirá dando una base para la burocracia, el despilfarro y la corrupción.

De ahí la enorme importancia que adquiere la evolución política de la juventud, no sólo porque de ella depende la continuación del proceso revolucionario sino también porque una parte de ella es, potencialmente al menos, uno de los más importantes sectores antiburocráticos, creativos, renovadores en la lucha por mantener un rumbo socialista (como lo demuestra el contenido de la intervención del joven Ávila, un muchacho de origen campesino pobre que debe todo a la revolución y la apoya, queriendo renovarla).

¿Qué planteó éste? Que la política económica fomenta las desigualdades sociales y golpea a los más pobres; que la forma en que está planificado el turismo, para favorecer a los que visitan Cuba, discrimina a los cubanos y los ofende; que no hay claridad, información, transparencia, y sobre los planes gubernamentales no hay balances públicos ni rendición de cuentas a quienes los pagan; que los representantes deben decir sus ideas y exponer sus proyectos y los electores deben poder controlarlos, y pidió el derecho a conocer otros países. Dijo también que si se les dice la verdad y se les fijan objetivos claros, los cubanos pueden arremangarse, trabajar y aguantar las dificultades y hacerles frente con el mismo espíritu revolucionario que ponen los que van a trabajar como médicos o educadores, en condiciones difíciles, para obtener divisas o ayuda para el país. O sea, criticó el paternalismo y el verticalismo antidemocrático de los medios de información oficiales y del pesado aparato burocrático.

El sector que Eliécer expresa, por supuesto, no representa a toda la juventud: hay también jóvenes de uno y otro sexo que aceptan prostituirse para buscar una solución individual, jóvenes delincuentes, jóvenes –sobre todo en La Habana– cuyo modelo de vida está en Miami o en el mundo capitalista. Además, no todos los que, como Eliécer, piden una información veraz y de calidad, más democracia efectiva, la posibilidad de viajar, un cambio en la política económica, lo hacen pensando en un progreso en un camino socialista, pues se contentan –desconociendo la realidad internacional– con la idea de un capitalismo próspero de mercado. La juventud, como la sociedad cubana, está políticamente fragmentada y no es homogénea, pero entre los jóvenes de origen campesino y de color es más fácil encontrar los que comprenden todo lo que aportó la revolución a Cuba y no creen, como muchos otros, crecidos en una larguísima crisis de casi 20 años, que las conquistas de la misma deben darse por sentadas, son cosa común y que, por lo tanto, ven sólo las carencias, que son reales y muchas, y piensan que podrían tener una vida semejante a la de los estadunidenses ricos, cuando si la revolución sucumbiese les tocaría la suerte de El Salvador.

Alarcón no estaba preparado para responder y lo hizo muy mal y burocráticamente, aunque sin agresividad, y su “explicación” sobre que los cielos se saturarían si todos viajasen fue ridícula, porque el problema es que algunos siempre viajan y la mayoría no lo hace nunca y, por consiguiente, hay que explicar por qué sucede eso. No se puede responder a una exigencia legítima de transparencia en nombre de la infalibilidad del aparato burocrático que el mismo Fidel Castro ha puesto más que en duda. Para empezar, hay cosas que se pueden resolver de inmediato: una información creíble y abierta, que dialogue con la sociedad, transparencia en la marcha de la economía y de los proyectos, fin a las discriminaciones (hoteles y playas exclusivos).

En Cuba, al problema generacional –la división entre la minoría anciana que vivió las atrocidades del capitalismo colonialista y es revolucionaria, y la mayoría de la población que sólo conoció la Cuba nacida en 1959, más los jóvenes que sólo conocieron la época que comenzó con el Periodo Especial– se une la división en la juventud misma. Esto es peligroso. Hay una base para el consenso: la mayoría de la población no quiere volver a ser colonia de Estados Unidos y, si no es socialista, es antimperialista. Pero no hay bases propositivas para un nuevo consenso, que sólo puede darse sobre una base autogestionaria, socialista, democrática, antiburocrática, teniendo como palanca principal la verdad sobre todo, tratando a la gente como adultos, no como sujetos de una dirección omnisciente y supuestamente infalible que trabaja por el bien de todos.

 
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