Tolerancia (ejercicios de)
¿Uno es responsable de sus obsesiones o las obsesiones son, aunque sea parcialmente, responsables de uno? No estoy seguro de cuál sea la contestación adecuada. Pienso que hay varias respuestas. Hay quienes viven gracias a sus obsesiones y hay otros, aunque contenga un sentido metafórico, que se desdibujan o mueren por ellas. En mi caso diré que me suceden ambas cosas. Mucho de lo que me pasa es porque no soy capaz de desprenderme de determinadas circunstancias, aunque éstas se hayan repetido incontables veces y a pesar de que la repetición no sólo no garantiza la solución del problema, sino que incluso puede profundizarlo. En otras ocasiones es la reiteración constante la que me forja y la que me invita a seguir bregando. Como en ocasiones, la respuesta previa es una suerte de trampa que tiene la virtud de eximirme: me permite caminar en ambas direcciones.
Desde hace algunos años la tolerancia y su contraparte, la intolerancia, se han convertido en una suerte de obsesión que me acompaña –“soy yo y mis obsesiones”– y en una presencia que me estimula para leer y buscar información –“soy yo por mis obsesiones”–. Como resultado de la segunda opción, algunas reflexiones sobre la tolerancia “me encuentran”. Cito la de Tempu Nakamura, filósofo japonés.
“Occidente es responsable –escribe Nakamura– de dos errores fundamentales. Uno es el monoteísmo: sólo existe un Dios. Y el otro es el principio de contradicción de Aristóteles, según el cual algo no puede ser a la vez A y no A. Cualquier persona inteligente en Asia sabe que existen muchos dioses y que las cosas pueden ser a la vez A y no A”. La idea de Nakamura exhibe algunas de las razones por las cuales la intolerancia se propaga sin coto, no sólo en occidente, sino en todo el mundo. El monoteísmo no permite diversificar las miradas y la intolerancia encuentra buen resguardo en la falta de flexibilidad de muchas mentes en occidente respecto de determinados conceptos, que no permiten que una situación (A) pueda interpretarse de diversas formas (B o C), sin que eso implique necesariamente descartar al “otro”.
A esa rigidez debe agregarse la suma geométrica que resulta cuando los credos monoteístas hacen suyo el principio de contradicción, situación que se agrava cuando los fanatismos religiosos dominan el escenario o cuando resucitan viejas escuelas, como el creacionismo. Además, el hecho de que en la actualidad proliferen en la mayoría de las religiones algunas tendencias fanáticas profundiza aún más el problema; buena parte de los embrollos contemporáneos del mundo y muchas víctimas del terrorismo son el resultado de la diseminación de los fanatismos religiosos. El poder de exclusión es directamente proporcional al grado de religiosidad.
Lo peor del caso es que el embrollo planteado por Nakamura no parece tener solución. Cuando se es fanático religioso poco importa la opinión de los otros y nada, o casi nada, las consecuencias de sus actos. La fe, sobre todo la “fe ciega”, es sorda a la razón y al diálogo. No requiere sustento externo ni aprobación. No se desgasta. No busca ni ofrece explicaciones: A siempre será A, independientemente de los tiempos, de las personas, de las ideas. Y no habla con los otros porque no le es necesario. ¿Qué hacer con la sugerencia de Santo Tomás: “la fe da fe de sí misma”?
El resultado de ese círculo perverso es que la intolerancia se incrementa y los sinsabores de los afectados, es decir, los laicos y los que entienden que A puede ser B y que B es parte de todo el abanico de letras del alfabeto, se profundiza, lo cual, por supuesto, genera también intolerancia. Podría decirse que la intolerancia de unos incrementa la intolerancia de los otros. Lo cierto es que no hay escapatoria y que Nakamura tiene razón: muchos mueren por los fanatismos religiosos y poco se construye por la incapacidad de entender los diversos significados y posibilidades de A. Agrego que mata y daña mucho más la intolerancia religiosa que la laica.
La tolerancia y su contraparte, la intolerancia, son obsesiones para muchas personas. Lo son porque nos preocupa el ser humano y porque la presencia cotidiana de la intolerancia es una amenaza seria que cobra vidas e impide que fluyan ideas distintas, como son la necesidad de debatir, todos, acerca del aborto o de la clonación terapéutica. El inmenso problema que da pie a escepticismos cada vez más crudos por reales es que la intolerancia se contagia con facilidad mientras que las obsesiones sanas, las que construyen, no se diseminan con éxito.