12 de febrero de 2008     Número 5

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


Una mirada al campo
DESDE el cómic

Gabriel Vargas en San Cirindango de las Iguanas

Armando Bartra

Si Borola Tacuche devino mascarón de proa de la insumisa condición de la pobrería chilanga, Briagoberto Memelas, Juanón Teporochas, Poncho López, el Güen Caperuzo y su carnala Caledonia son emblemas del cacicazgo, una institución social “sin adjetivos” que, para bien o para mal, le presta voz y rostro a nuestros parajes y rancherías.

“El cacique no nace, se hace”, dice alguna vez Poncho López, porque chueco o derecho, déspota o benévolo, sensato o atrabancado, el cacique es el ambivalente personero de la comunidad, de la misma manera como en los tiempos del PRI el presidente de la República era el gran Tlatoani, el padre sexenal de todos los mexicanos. Los de Vargas no son caciques criollos o aladinados –que los hay–, sino prototipos de su gente: Caperuzo y Caledonia mandan en el Valle de los Escorpiones porque son aún más prietos y salidores que el resto de sus muy prietos y salidores súbditos, y Briagoberto es el padre de La Coyotera porque en ese pueblo pulquero no hay quien le gane en seguirle la hebra al tlachicotón. Quizá porque en los buenos tiempos de Vargas los mandamases de las rancherías y de la nación no eran aún los agringados tecnócratas harvardianios y yaleitas que tuvimos después.

En las historietas rurales del creador de Los Superlocos y La familia Burrón los protagonistas no son aventureros nómadas a la Roy Rogers o John Wayne, sino patriarcas sedentarios que provocan o desfacen entuertos pueblerinos. Y es que a diferencia de la tradición estadunidense del western, que hunde sus raíces en la leyenda de la colonización y sus espacios abiertos y despoblados, el campo mexicano es socialmente denso y entreverado, un mundo de comunidades agrarias donde quienes ejercen hegemonías informales adquieren inevitablemente el talante de caciques.

Como las crónicas del Callejón del Cuajo, que transcurren en el ámbito de la vecindad, los aventuras rurales pergeñadas por don Gabriel están humana y territorialmente acotadas, y sus protagonistas se mueven en espacios preestablecidos, donde se les conoce y se les respeta o cuando menos se les teme. Y no porque el autor, nacido en Tulancingo, Hidalgo, pero aclimatado en la capital, haya trasladado a la temática campirana estrategias narrativas de banqueta sino porque, efectivamente, las barriadas chilangas de prosapia reproducen añejas socialidades del terruño.

El protagonismo colectivo de los cómics de Gabriel Vargas, tanto los urbanos como los rurales, da testimonio de una terca identidad nacional de origen agrario, fincada sobre la comunidad y la familia que no ha cedido del todo a las tendencias individualistas y serializantes de la modernidad. En este sentido, el México profundo –el México campesino e indígena– pervive y resiste tanto en La Coyotera de Briagoberto Memelas y el Valle de los Escorpiones del Güen Caperuzo, que son mundos propiamente agrarios, como en el Callejón del Cuajo de los Burrón y El Terregal de Susanito Cantarranas y La Divina Chuy , espacios urbanos pero tan telúricos e idiosincráticos como el que más.


Locales y universales
Nómadas binacionales y trilingües

  • Notas sobre una nueva cultura trasnacional

Jesús Ramírez Cuevas


FOTO: Graffi ti Land

Desafiando los cánones tradicionales para comprender el fenómeno migratorio, en la ciudad de Oaxaca confluye una comunidad cultural de intelectuales y artistas indígenas, trashumantes de su tierra y las fronteras, nómadas en los territorios de las lenguas y de las culturas. Forman parte de una cultura popular trinacional: dos naciones oficiales: México y Estados Unidos; y una tercera nación, negada, que nace de la lengua indígena que hablan y del pueblo al que pertenecen.

Como lo explica la cineasta chatina, Yolanda Cruz: “En mi familia somos migrantes que pudimos regresar con una educación, como muchos otros oaxaqueños han hecho. Estudié en la escuela de cine de Los Ángeles y tenía la intención de regresar a vivir a Oaxaca porque no hay nada mejor que vivir en esa ciudad tan bonita. Pero me encontré con una comunidad cultural trilingüe muy fuerte, que se mueve de un lado y a otro. Y me volví nómada como ellos. Somos gente que va y viene. Migrantes que nos comunicamos, pensamos y creamos en tres lenguas, en las que nos movemos con soltura y desde las que creamos”.

Aunque son indios que migraron por necesidad, hoy se mueven con soltura en el medio cultural trasnacional; intelectualmente son hábiles para entender y entenderse con el mundo, y culturalmente son profundos y comunitarios. Su mirada individual es al mismo tiempo la mirada de un alma colectiva.

Su aparente desarraigo territorial contrasta con sus intensas raíces culturales.

“Somos indios porque seguimos hablando, pensando y actuando como indios, no hemos perdido nuestras raíces sino que hemos ampliado nuestros horizontes, primero a fuerza de necesidad, después porque formamos parte de ese mundo binacional”, explica Alejandro Hernández, joven zapoteco, estudiante de música en California.

Estos artistas indígenas son ya parte de una cultura trasnacional, pero contrario a lo que puede creerse, es una cultura en resistencia que forma parte del mundo global.

Sus pinturas o sus esculturas pueden exhibirse en galerías importantes en Estados Unidos o Europa, publican libros aquí y del otro lado, a veces en español, en lengua india, en inglés o en los tres idiomas.

A pesar de estos avances, dice Yolanda Cruz, “seguimos padeciendo la colonización de la lengua: el español sobre la indígena, y el inglés sobre ambas”. Pero en esta disputa cultural, dice la autora de la película-documental Sueños binacionales, “los que hablamos otras lenguas tenemos ventajas y conocimientos. Pero las culturas que tienen más poder pretenden dominar”. Por eso Yolanda intenta tender puentes entre ellas desde lo cotidiano: “Me gusta encontrar historias en la cocina, en el campo y en la calle. Creo que el diálogo es importante para poder entenderse con el resto del mundo y el lenguaje visual es universal”.

Lo que vemos en Oaxaca es una cultura trilingüe, con un binacionalismo especial: “somos comunidades muy arraigadas. Tenemos que dar nuestro servicio a nuestro pueblo. Eso implica para cada uno, regresar al pueblo a cumplir con nuestro deber colectivo, base de nuestra identidad y de nuestras raíces. Somos conscientes de que estamos experimentando algo fuerte, de que somos parte de algo nuevo”, señala la directora de cine.

“Somos indios oaxaqueños que vivimos en el exterior pero que no hemos perdido el ombligo que nos trae de regreso, nuestro ser indígena.”

O como dice el zapoteco Alejandro Santiago, reconocido pintor en Estados Unidos que salió de Suchiltenango siendo niño, y que a su regreso, 32 años después, se dio a la tarea de moldear 2 mil 501 esculturas de barro que diseminó por todas las calles en memoria de sus habitantes que migraron a Estados Unidos, dejando tras de sí un pueblo fantasma: “Somos parte de México, de Oaxaca, de la cultura zapoteca y del arte en Estados Unidos.”


Preservarán maíces nativos en el DF; transgénicos, fuera

  • Sería ejemplo a seguir por toda la República
  • Monsanto: tras la propiedad intelectual del grano mexicano

Lourdes Edith Rudiño

Este 2008 inició en Milpa Alta un proyecto para hacer del suelo de conservación del Distrito Federal “una reserva de maíz nativo del Altiplano”. Se trata de preservar la riqueza genética y productiva de los cuatro maíces propios de la entidad –y compartidos con el estado de México–: el cacahuacintle, el cónico, el chalqueño y el palomero.

José Antonio Serratos, académico de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) y líder del proyecto, precisa que en 2008 se realizará una primera fase, con un financiamiento inicial de un millón de pesos, pero el trabajo se completará a plenitud en cuatro años.

El plan pretende proteger las áreas de conservación del DF –que cubren 50 por ciento del territorio–; impedir el declive de la agricultura, a través de la valoración de la producción orgánica –para ello se cuenta con un marco legal que implica un sello verde—, y rescatar las reliquias de la cultura del maíz. “Esto es un asunto biológico, agrícola, pero también económico y cultural”.

Con el proyecto “estaremos dando un buen ejemplo hacia el país. Será destacable que la ciudad más grande de la República y de toda América Latina está dedicada a proteger su maíz”, sobre todo porque si las presiones de empresas trasnacionales como Monsanto prosperan, dentro de dos o tres años podría México estar admitiendo la siembra comercial de este maíz. “Tenemos ese plazo para generar herramientas jurídicas para proteger estas zonas (de conservación del DF) y este tipo de maíz”.

El proyecto es financiado por el Instituto de Ciencia y Tecnología del DF. Y realizado por éste, junto con la UACM , la Secretaría de Medio Ambiente del DF, la UAM-Iztapalapa , la UAM-Xochimilco , el INIFAP Valle de México, El Colegio de México, la Universidad de Ottawa y el Instituto de Investigación y Desarrollo de Francia.

Transgénicos: saqueo intelectual. Serratos destaca por qué debe preservarse el maíz nativo. Hay una difusión muy amplia de maíces transgénicos en los campos del país, situación que es ocultada y manipulada por los funcionarios del gobierno federal. Hay evidencias documentadas de la contaminación de granos genéticamente modificados en Oaxaca, Puebla y en el propio DF (esto último por investigación hecha por el propio Serratos en un proyecto del gobierno de la ciudad de 2002 y 2003) y hay muchos otros estudios realizados por organizaciones no gubernamentales en más entidades.

“Con la difusión del maíz transgénico que es muy fuerte y muy rápida –porque surge no sólo del polen del grano que se cultiva, sino del grano que se importa y que no está regulado en su transporte en lo absoluto–, ocurre que este grano va a comenzar a contaminar a las razas nativas de México y potencialmente éstas se exponen a ser patentadas.

“Las etiquetas de las compañías desarrolladoras de transgénicos Monsanto o de Syngenta van a marcar el germoplasma de nuestras diferentes razas. “El maíz bolita oaxaqueño ya no se va a llamar así, ahora va a traer una etiqueta que dice no bolita ni Oaxaca, pero sí Monsanto”. ¿A quién le van a pertenecer estas razas?” desarrolladas por miles de años por los indígenas mexicanos.

Aquí se inserta la preocupación de que la Confederación Nacional Campesina (CNC) –que indebidamente se está abrogando el derecho de ser “guardián” de los maíces mexicanos— tenga un convenio con Monsanto para crear bancos de germoplasma de maíz. En esos bancos tal vez entren granos ya marcados con los transgenes de la trasnacional.

Y también está el riesgo de que, como ha ocurrido en otros países, las siembras de maíz transgénico de un predio contaminen a las plantaciones vecinas y luego los dueños de éstas sean demandados por las trasnacionales poseedoras de las patentes, por usar “sus” maíces sin el pago de regalías.

Ya hay patente en México. Serratos advierte que ya Monsanto patentó una de sus variedades de maíz transgénico en nuestro país.

Eso, aunado a la voluntad comprada de los funcionarios del gobierno federal –quienes consideran los transgénicos como gran herramienta productiva e insisten en autorizar la siembra experimental y luego comercial del maíz modificado–, y a toda la experiencia reciente en que la Secretaría de Agricultura ha manipulado estudios sobre la presencia de transgénicos en territorio nacional y se ha negado a difundir resultados y a adoptar el principio precautorio para evitar el avance de la contaminación, indica algo muy claro.

“Con todas estas cosas, hay que armar un gran rompecabezas. Hay intereses, hay grupos que pretenden imponer aquí los transgénicos (...) Las trasnacionales están preparando el camino y quieren adueñarse, patentar, los maíces de México”.