La tierra prometida
Por Joaquín Hurtado
La Habana. Madrugada. Luna en cuarto menguante,
como el ojo entrecerrado de una
madre displicente. Alucinados, trémulos,
recorremos las calles de la ciudad desolada,
en ruinas, después de despedir a X; obrero,
poeta y cantante de sensual voz. Belleza
bisexual de veintiséis.
Rosalinda y yo teníamos que ir al malecón
a encontrarnos con amigos. Llegamos
de Monterrey huyendo de su esquizofrenia
navideña y de una ley panista que pretende
aniquilar cualquier esperanza de convivencia
en la diversidad sexual; salimos apurados
como quien escapa de una destructiva enfermedad,
a conocer el gay sobrevivir cubano.
Aldus y sus amigos, aún en su economía de
miseria, nos abrieron su casa y su corazón en
la calle Lealtad.
Por encargo de Aldus, nos guiaban dos
prostitutos travestis, casi niños. Los llamaré
Paola y Lucy. Fue bastante fastidioso tomar
un taxi, los pocos disponibles nos negaban el
servicio a causa de nuestros acompañantes.
Farfullaban cualquier pretexto y arrancaban
la máquina a toda velocidad cuando la mulatita
y la rubia con minifalda intentaban abrir
las portezuelas y subir al coche. Aceleraban
como huyendo de una maldición.
Al fin nos dio servicio un chofer pirata,
pero nos dejó bastante lejos de nuestro destino.
Teníamos que caminarle un buen trecho
a esa cinta mágica que contiene al Golfo y
sirve de paseo y vitrina a la fauna desvelada.
Había que cruzar territorio “cheo”. Esa parte
del malecón habanero vedado a los maricas,
los “pájaros”.
Paola y Lucy apuraron el paso, nerviosas.
Mi esposa les dijo calma, no tengan
miedo.“¿Estás asustado?” Me preguntó ella
con la cabeza erguida, orgullosa de sus pajaritos.
Yo no respondí y mejor miré hacia el
horizonte oceánico; oscuro, más amenazante
que los cheos, pero mi único escape al pavor,
a la vergüenza.
El trayecto por el territorio infame me
pareció infinito. Como inacabables las burlas
y las caras de asco de esa gente. Las mujeres
se aferraban a sus hombres y ellos escupían
y se tocaban la entrepierna. La policía observaba
de lejos. Y yo, empequeñecido, sólo
pensaba en el mar. Porque el oleaje le daba
seguridad a mis pasos.
Los cheos exageraron sus dengues, muecas
y ruidos bestiales. Era evidente que si
osábamos confrontarlos sería nuestro fin.
Estaba claro que ellos tenían más miedo que
nosotros, ¿los pondría al borde del delirio mi
imagen devastada por el sida?
Cruzamos unos cien metros de malecón
que es tierra de nadie, suelo neutral. Ya a
salvo, entre la manada de más de cien locas
y pingueros, Paola y Lucy contaron la odisea.
Los pájaros gritaron festivos, admirados por
la valentía de mi mujer. ¿Ya les habrían dado
cuenta también de mi cobardía? Los pájaros
la besaron, le acariciaron el pelo, la adoraron,
le dieron dulces. Mi mujer fue dueña de la
noche.Yo me aparté y fijé mis ojos en la lontananza
del mar. Me fui lejos, muy lejos y me
extravié en cualquier otra tierra prometida. |