Usted está aquí: martes 5 de febrero de 2008 Opinión Olor de impunidad

Pedro Miguel
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Olor de impunidad

Tal vez el ánima de Marcial Maciel Degollado se encuentre sentada a la mesa del Señor, perdonando a quienes lo calumniaron, o acaso esté tostándose en el infierno, sometida a castigos eternos por sus crímenes. Lo único seguro es que su cuerpo avanza a la desintegración bajo una lápida del cementerio de Cotija, Michoacán, y que su estatuto final no le importa a nadie, ni siquiera a él mismo, pues ha dejado de ser alguien. Algunos lamentan su muerte porque piensan que era una buena persona. Otros deploramos que se haya ido de este mundo sin que ni él ni quienes se declaran sus víctimas hayan tenido la oportunidad de esclarecer unas acusaciones graves y verosímiles que habrían merecido una investigación a fondo y una exoneración rotunda o un castigo apegado a derecho.

Por desgracia, las autoridades seculares y las religiosas lo mantuvieron durante décadas al margen de toda pesquisa. No hubo un procurador que se animara a investigar, por denuncias presentadas y menos de oficio, las imputaciones que señalaban al sacerdote como un agresor sexual de menores consuetudinario y regular. Los dirigentes de su iglesia rechazaron a priori, y en forma sostenida, la menor posibilidad de que esos señalamientos fueran ciertos.

La protección brindada a Maciel por las altas esferas políticas, judiciales, empresariales y clericales, lejos de disipar las sospechas, las fortalecieron: si el hombre era inocente y sus protectores lo sabían, no se entiende su afán empecinado de ahorrarle un juicio, así fuera penal o eclesiástico. A la larga, no sólo se denegó la oportunidad de hacer justicia a las presuntas víctimas, sino que se condenó al propio Maciel a vivir marcado por la duda permanente, se le sentenció a una vinculación perpetua con el adjetivo pederasta y se minó de manera irreparable la imagen de Legionarios de Cristo, la organización fundada por él y en cuya cúpula, a decir de los acusadores del fraile recién fallecido, cundían los ataques sexuales contra menores.

Acaso se trate de una infamia, pero lo cierto es que entre 2002 y 2005 los responsables de las diócesis de Saint Paul (Minneapolis), Baton Rouge (Luisiana), Columbus (Ohio), Richmond (Virginia) y Los Angeles (California) restringieron las labores de esa orden porque se negaba a acatar las normas locales de protección a niños y a menores y porque buscaba reclutar a jóvenes en secreto, sin informar ni siquiera a las autoridades religiosas del lugar. ¿Por qué esas maneras furtivas? ¿Sería por la misma razón que los poderosos no quisieron esclarecer las andanzas de Maciel? Tal vez por eso algunos devotos padres de familia, otrora confiados, hoy piensan que poner a sus hijos bajo el cuidado de un legionario equivale a confiarlos a Jean Succar Kuri y sus amigotes.

En 1996 ocho ex integrantes de la organización fundada por Maciel Degollado rindieron testimonio de los abusos a los que habían sido sometidos por éste, y fueron objeto de una campaña de linchamiento moral en la que participó, por supuesto, Norberto Rivera Carrera. De entonces a la muerte del cura de Cotija transcurrieron doce años, periodo en el que ninguna autoridad civil se dignó a tomar cartas en el asunto. Juan Pablo II dio su brazo a torcer que se abriera un proceso, pero permitió que Maciel le siguiera besando el anillo; el encargado oficial de investigar a Maciel, Joseph Ratzinger, por su parte, ocultó los resultados de su pesquisa.

Ya pontífice, y con una hipocresía y una ambigüedad ejemplares, el hoy Benedicto XVI envió al ostracismo al fundador de Legionarios de Cristo y le ordenó que se quitara de la vista pública, pero no le aplicó sanción alguna. O sea que los gobernantes mexicanos y los jerarcas religiosos de México y de Roma tuvieron más de una década para esclarecer la veracidad o la falsedad de los señalamientos, y la desperdiciaron. Del Vaticano a Los Pinos, dos papas y tres presidentes, con sus respectivos subordinados, dieron protección a Maciel, le otorgaron un fuero de hecho que es, en sí mismo, un agravio al decoro, y lo condenaron a morir en olor de impunidad.

Con ese antecedente, no es de extrañar que seis ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación anden metidos, a últimas fechas, en el negocio de dar serenidad a pederastas seculares a quienes, al parecer, les placen más las niñitas que los niñitos.

 
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