Usted está aquí: martes 5 de febrero de 2008 Opinión Los colombianos, entre tres fuegos

Editorial

Los colombianos, entre tres fuegos

En diversas ciudades de Colombia y del mundo, miles de personas marcharon ayer para repudiar los secuestros cometidos por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y para exigir la liberación de los rehenes que mantienen en su poder desde hace varios años, con la pretensión de canjearlos por algunos de sus militantes que se encuentran presos en cárceles gubernamentales.

Sin duda, el secuestro de civiles como forma de lucha, el tratarlos como “prisioneros de guerra” y su empleo como moneda de cambio son prácticas inadmisibles e injustificables que constituyen, además de un delito, un grave atropello a la dignidad humana. Pero, a juzgar por los hechos, en el momento presente el obstáculo principal para la liberación de rehenes del grupo rebelde no proviene de ésta, sino del gobierno que encabeza Álvaro Uribe Vélez, quien se ha negado sistemáticamente a reconocer a las FARC como interlocutor, ha boicoteado en forma sistemática toda posibilidad de negociar un intercambio de cautivos e incluso buscó impedir, hace unas semanas, la liberación unilateral de Clara Rojas y de Consuelo González, y no únicamente por medios diplomáticos: cuando el grupo insurgente trataba de entregar a las dos mujeres a representantes del gobierno venezolano, las fuerzas armadas de Colombia bombardearon la zona en la que tenía lugar la liberación. A mayor abundamiento, el régimen de Uribe se ha empecinado en llevar a cabo descabellados operativos de rescate, pese a que algunos de los cautivos han perdido la vida en el fuego cruzado. Tales acciones dejan la impresión irremediable de que para el presidente colombiano los secuestrados por las FARC son más útiles muertos que vivos, pues de esa manera pueden atribuir a ésta nuevos asesinatos y encontrar argumentos para la intensificación de la escalada bélica contra los insurgentes.

En respuesta a la intransigencia del gobierno colombiano, la dirigencia de las FARC ha convocado a una “ofensiva general” que incluya “acciones armadas en carreteras, veredas, selva, centros urbanos, caseríos y cuarteles, sin dar tregua al enemigo, tal como éste lo hace”. Todo parece indicar que la nación sudamericana se encamina al agravamiento de la situación de guerra que vive, y en las guerras, se sabe desde siempre, son precisamente los civiles los que más sufren: éste es el caso de los rehenes en poder de las FARC, pero también de las víctimas de los grupos paramilitares, cuyos vínculos con el gobierno colombiano –la llamada “parapolítica”– salieron a la luz pública en 2006.

En efecto, a pesar de la gestión gubernamental para desmovilizar a sus aliados paramilitares, éstos siguen matando. Las fuerzas armadas, por su parte, empeñadas en aplicar un modelo de contrainsurgencia intrínsecamente criminal, que se gestó en Vietnam y se perfeccionó en Centroamérica, se comportan como fuerza de ocupación y cometen gravísimos abusos contra la población civil. Atrapados entre esos tres frentes, centenares de miles de colombianos han debido abandonar sus lugares de origen y se encuentran en situación de desplazados internos.

La indudable responsabilidad de las FARC en señaladas violaciones a los derechos humanos, como la privación de la libertad de cientos de civiles, no debe servir de pretexto para guardar silencio ante la catástrofe provocada por el gobierno de Uribe, los militares y esa especie de guardias blancas de ultraderecha, financiadas, respaldadas y armadas en sus inicios por empresarios, terratenientes y políticos como el propio Uribe. Como señala un documento reciente de Amnistía Internacional, tanto los insurgentes como Uribe y sus aliados vergonzantes vulneran los derechos humanos de la población colombiana. Con todo, el responsable mayor es el gobierno, así sea porque tanto el grupo insurgente como los paramilitares son fuerzas irregulares que actúan al margen de la ley, en tanto que la autoridad política tiene tras de sí la promesa de cumplir y hacer cumplir la ley.

Provengan de donde provengan, las agresiones contra civiles deben ser rechazadas y condenadas. Pero debe asumirse también la necesidad de desmontar la circunstancia de confrontación que propicia tales agresiones. Sería pertinente, por ello, que los sectores que ayer exigieron a las FARC la liberación de los rehenes y el cese de los secuestros también demandaran al gobierno de Uribe una mínima disposición a negociar con la agrupación rebelde un intercambio humanitario de prisioneros y a sentarse a dialogar con ella, con miras a un proceso de paz, lo que implica –sí– otorgarle el estatuto de interlocutor y de fuerza beligerante.

En la guerra no hay bandos buenos y, cuando llega el momento de terminarla, los bandos no se sientan a negociar con los interlocutores deseables, sino con los que tienen enfrente. Y tanto las FARC como el gobierno deben contribuir a detener el conflicto que enluta a Colombia desde hace muchos, demasiados años, y a construir un nuevo orden político en el que el elemento de intercambio sean las palabras y no las balas.

 
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