Legisladores de antes y de ahora
Los diputados y senadores de hoy parecen más torpes que los de antes. Esto es cierto y no, a la vez. Lo que ocurría en el pasado era que los legisladores no legislaban, y entonces nadie se preocupaba de seguirles la pista de lo que aprobaban, reprobaban o mandaban al congelador. El Ejecutivo era el principal legislador y las cámaras del Congreso de la Unión lo único que hacían, en el mejor de los casos, era corregir la sintaxis y la ortografía, y no siempre. Digamos que estábamos acostumbrados a que las leyes se nos impusieran y lo único que nos quedaba por hacer era buscarles la vuelta si acaso no estábamos de acuerdo. México es uno de esos países donde no se acaba de aprobar una ley y ya se está buscando cómo burlarla, como el sistema de virus y antivirus en las computadoras, pero sin el negocio de las empresas fabricantes de los antivirus.
En el presente, y desde que el Congreso de la Unión dejó de ser monopolio del Revolucionario Institucional, el Ejecutivo sigue enviando proyectos de leyes, pero ahora no se aprueban en automático. Y, a diferencia del pasado, cuando incluso se rechazaban las iniciativas emanadas de los mismos diputados o senadores (por consigna presidencial), en la actualidad los legisladores sí tratan de legislar, sobre todo los de la oposición, quienes suelen hacerlo sin buscar el visto bueno del Presidente del país. Este es un avance notable que no se ha apreciado suficientemente, como también lo es el hecho de que estemos, los ciudadanos, más pendientes de lo que hacen los diputados y los senadores que antes, cuando sólo eran levantadedos. Pero…
El problema es que, al igual que en el pasado, en el presente se aprueban leyes mal hechas, llenas de agujeros, con fisuras legales que provocan controversias y hasta gazapos que se vuelven motivo de burlas cuando son descubiertos. La diferencia es que ahora sí las vemos, las analizan los juristas, las atacan los que no están de acuerdo y las defienden los que sí. Es decir, se discuten entre la opinión pública y no sólo en las cámaras, aunque frecuentemente esas discusiones no sirven de nada porque ahora también tenemos que soportar a diputados y a senadores que no son independientes y que funcionan por consigna. Y aquí también hay otra diferencia: antes el presidente de México daba consigna a los líderes de ambas cámaras, siempre del PRI, y todos los priístas –la absoluta mayoría– aceptaban esa consigna, con muy raras excepciones. Ahora el Presidente del país trata de hacer lo mismo, pero con los diputados de su partido (el PAN) por medio de la intervención del dirigente panista (Germán Martínez), quien ordena a sus diputados respaldar las políticas de Calderón (La Jornada, 29/01/08). La diferencia, no siempre positiva, es que los demás legisladores, también con excepciones, reciben consignas, en este caso de sus partidos (práctica común en muchos países), que anulan en los hechos su independencia, su libre albedrío y su compromiso con los ciudadanos (que debiera estar por encima de su compromiso partidario).
Lo que ha ocurrido con la elección de los consejeros electorales es sintomático. Se supone que el Instituto Federal Electoral, como órgano estatal autónomo, debería estar compuesto por consejeros ciudadanos no comprometidos con ningún partido. Sin embargo, los mismos diputados de todos los partidos, por someterse a éstos, han partidizado (valga la expresión) sus posibles selecciones de los consejeros del IFE. La lógica que han seguido es la siguiente: si un ciudadano, cualquiera, es propuesto por los diputados de una bancada partidaria, automáticamente ese ciudadano se convierte en un simpatizante de ese partido, independientemente de que lo sea. A partir de ahí se dan las negociaciones, los cabildeos y quizá también los convencimientos mediante promesas no siempre éticas. Búsqueda de consensos, le han llamado. El resultado no sólo ha sido la posposición de la elección de los sustitutos de los tramposos que avalaron los fraudes de la elección presidencial de 2006, sino que ya se les hizo bolas el engrudo. Estos diputados se han burlado de sus mismos plazos legales y, peor aún, de sus propios procedimientos para elegir a los consejeros. Les hicieron exámenes, revisaron sus currículos, los entrevistaron y luego los calificaron, y al final “dice mi mamá que siempre no”. ¿Han actuado como personas inteligentes, libres de presiones, que no sean las de los ciudadanos ahí representados? No. Han actuado en función de intereses partidarios y, ¿por qué no decirlo?, hasta han lesionado la imagen pública de varias decenas de personas honorables y especialistas en asuntos electorales, poniendo en entredicho su autonomía por la única razón de que han sido propuestos por los diputados de un partido. ¿Y quién más podría proponerlos, si la mayoría de los diputados actúan como militantes sumisos de los partidos que los llevaron a la Cámara? Círculo vicioso que será difícil romper.
Bueno sería que ahora, cuando los ciudadanos nos interesamos en lo que hacen los legisladores (interés que no existía antes), los diputados y los senadores actuaran como personas sensatas, inteligentes y dignos representantes de la nación y no de sus partidos. Fueron votados, supuestamente, por su identificación con el partido que los propuso como candidatos. Esto está bien, pues brinda a los ciudadanos la posibilidad de escoger, digamos, entre la derecha, la centro-derecha y la centro-izquierda, tres posiciones políticas más o menos diferenciadas. Pero nadie les dio un cheque en blanco para que subordinen la representación de la nación que tienen por la representación de sus partidos. El papel de los partidos es escoger a sus candidatos, no convertirlos en robots controlados como quieren hacer, explícitamente y como en los viejos tiempos, el presidente del PAN y Calderón.