Usted está aquí: lunes 28 de enero de 2008 Cultura La destrucción de lo real

Hermann Bellinghausen

La destrucción de lo real

Que vivimos tiempos de crisis es, de obvio, casi lugar común: de sistemas políticos y económicos, de identidades y fronteras, del valor que tienen las vidas humanas y de otras especies; al extremo, está en crisis la viabilidad no del planeta, que es un cuerpo más de la Galaxia, sino de la tenue biosfera que nos permite existir.

A riesgo de convertir al capitalismo en “explicación suficiente” o Deus Ex Machina, justo es reconocer que se adueñó del mundo y que, fuera de enriquecer a unos cuántos y permitir oasis de bienestar reales o ilusorios, los seres humanos no tenemos motivos para estar agradecidos con el mundo que nos ha dado (o más bien quitado) el, se supone que triunfante, capitalismo.

Tanta es la crisis que sectores muy grandes de la humanidad actual han desquiciado su relación con la realidad. Importante incidencia tienen en ello los avances tecnológicos, la sobrepoblación y la masificación (que no son lo mismo), la banalización mental del consumismo y la multiplicación de los miedos personales y colectivos, el aislamiento (más que soledad) de los individuos, propiciado por el confort tecnológico y las esferas de propaganda y “realidad virtual” (oxímoron si los hay). Un lugar no menor ocupan las drogas, en especial las basuras del chemo, la popular cocaína, los derivados del opio y las variedades sintéticas más burras que quepa imaginar.

En un mundo cada vez más feo y dañado, la tecnología conectiva (que se conecta con su “público” desde los centros de emisión de los mensajes) nos da herramientas para crear, ad infinitum, representaciones de la realidad. Hoy cualquiera puede hacer y reproducir imágenes, aunque relativamente pocos lo hacen; una mayoría adicta consume las imágenes diseñadas por otros.

En este espejismo de simultaneidad, resulta inquietante la popularidad de las representaciones violentas. En un mundo real acogotado por la violencia. Millones de individuos encuentran placentero, o excitante, presenciar repetidas escenas de brutalidad. Lo que media entre los videojuegos y todas las variantes de snuff, desde las “legales” que sacan los noticiarios hasta las que circulan clandestinamente entre personas que pagan por ver violaciones, asaltos, asesinatos o golpizas, educados en una pornografía que suele adoptar rasgos bastante brutales, sobre todo con mujeres y menores.

Las fantasías urbanas se han poblado de armas superdestructivas, individuos con poderes sobrehumanos y “libertades” sexuales marcadamente exhibicionistas y audiovisuales.

Los cybercafés son distribuidores masivos de estos materiales por demás intangibles. También los teléfonos celulares. En México al menos, sigue siendo una minoría la que cuenta con computadora y aparatos de punta en sus casas. Las clases medias y de más abajo “rentan” la conexión con ese mundo bizarro que suplanta por horas a la realidad.

Las nuevas generaciones, amamantadas frente a la televisión, respiran un ambiente de información/entretenimiento dominado por consorcios privados de comunicación, cuya importancia es tal que sus televisoras son parte consustancial de los poderes fácticos incrustados en el Estado; son jueces y educadores, imponen dicha, pulsiones y la “justificada” represión. En Estados Unidos crean guerras en otros países, y luego las administran; su aséptica representación en las “noticias” no salpica al auditorio con la sangre, la destrucción y el horror en Irak y otros rincones de la realidad, que de ser tantos empiezan a ocupar el centro, así sea por la acumulación de sus escombros.

La imaginación es la mejor amiga del hombre. A ella se deben las lenguas, los conocimientos y los inventos que permiten. También el arte (tanto el “grande” como el pequeño y cotidiano). Para ponerlo en palabras del fino filósofo veneciano Massimo Cacciari, “las diversas imágenes pueden ser ilusiones, pero la facultad de imaginar no es ninguna ilusión, al contrario, es realísima; ella es nuestra propia realidad” (Soledad acogedora. De Leopardi a Celan. Abada Editores, Madrid, 2004).

Así que cabe preguntarnos qué estamos haciendo y permitiendo que nos hagan con la realidad y la imaginación, pues solían ser inseparables, y nuestras.

La verdad peligra porque ya da igual. Sodoma y Gomorra están hoy en las secundarias y se suben a YouTube, haciendo ver naives a los pobres pornopolíticos ricos de Baja California y elsewhere. Por lo demás, comemos y respiramos apocalipsis, desde cuándo devorados por la ballena individualista que anunciara George Orwell en sus ensayos, siempre mejores que sus mediocres novelas. La manipulación mediática y química distrae y paraliza. La ilusión de estar hipercomunicados aísla. Manoseada hasta la náusea, la realidad se esfuma.

 
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