Mulato de oído sedoso
La lengua siempre ha tenido filo. Igual que las palabras hijo de casa y bastardo, destinadas a denigrar la condición social, la aparición de un mestizaje indeseable, fruto de la llegada de los esclavos africanos a las colonias españolas en América, creó otro tipo de matrículas ofensivas: mulatos, zambos, pardos, cuarterones, quinterones, picholos, una variada gama que se extendía a morisco, albino, tornatrás, lobo, loro, zambaigo, cambujo, albarazado, barcino, coyote, chamizo, “allí te estás”, “no te entiendo”, “tente en el aire”, jíbaro, tresalbo, lunarejo, rayado… Todos estos nombres, útiles en los mercados de esclavos para separar y diferenciar las mercancía humana, provenían, en su mayoría, de los mercados de caballos y bestias de carga.
Rubén Darío, que tenía sangre mulata, no se reconocía en ella, porque la “aristocracia del pensamiento”, que defendía como presupuesto intelectual y estético, era contraria a toda mulatez. En el prefacio a Cantos de vida y esperanza reafirma su “antiguo aborrecimiento a la mediocridad, a la mulatez intelectual, a la chatura estética que apenas se aminora hoy con una razonada indiferencia”…
Mulatez parece ser un término acuñado por él mismo, y obviamente no va por el camino de la exaltación, como podría decirse “hispanidad”, o “indianidad”, sino por el del desprecio, como podría decirse “estupidez”, o si queremos darle matices, como la incapacidad de entender la cultura, o no entenderla del todo, gracias a la estulticia y a la chatura mental y estética.
Pero la mulatez tiene también otra cara reversa, y contraria. Es la del propio Darío, vástago del turbión en el que entran todos quienes tienen “el signo de descender de beatos e hijos de encomenderos, de esclavos africanos, de soberbios indios”…, como él mismo dice en otra parte de sus escritos, una mezcla que viene a representar toda una deslumbrante explosión creativa en el nuevo continente.
Componente cultural infaltable, destello del genio total americano, lo negro y lo mulato, en el criterio europeo del tiempo que tocó a Darío, eran, por el contrario, más bien parte del estigma. Y él mismo cargaba con ese estigma que había ayudado a crear. Para los intelectuales españoles de finales del siglo XIX, negro, mulato e indio viene a ser la misma cosa exótica, la cosa americana lejana.
Es de sobra conocido que don Miguel de Unamuno le vio a Darío “ceñida la cabeza de raras plumas”. Otros, recuerda Gastón Baquero, lo llamaban “negro mulato” en afán de mortificarlo; y en Luces de Bohemia, la pieza de Valle Inclán de la que Darío es personaje, Max Estrella, el ciego, lo llama “negro”.
Negro, mulato, indio. Todo venía a representar una condición exótica, una manera diferente, caprichosa, de ver el mundo, resultado de una naturaleza atávica. “Mulato de oído sedoso, afelpado e imitativo como el de muchos negros de América”, dice de Rubén Darío el poeta andaluz Salvador Rueda, aun cuando Andalucía, tierra de moros, siguiera siendo el modelo de lo exótico para los escritores franceses: toreros, gitanas, cuchilleros, contrabandistas, y desde el otro lado de los Pirineos, España fuera vista más como parte de África que de Europa.
Pero Darío, músico de nacimiento por su oído prodigioso, sedoso y afelpado, que fue capaz desde niño de entrar en todos los registros métricos y sonoros, e imitarlos y asimilarlos, hasta hallar e inventar sus propios ritmos y melodías, es un reincidente. Coincide con Rueda en atribuir a los negros el don de la imitación como uno de sus defectos, y está lejos de reconocer cualquier identidad con ellos. “La humanidad no ha podido aún ver el genio negro. El talento mismo es en ellos escaso, fuera de ciertas especiales disciplinas, a las cuales se adaptan su agilidad y su don de imitación”…, dice en Los hijos de Cham. Desconcertados, algunos de los contemporáneos de Darío se asombraban de los atrevimientos que cometía, y no veían en ellos sino un afrancesamiento gratuito, el amor por la moda, el vicio mulato de la imitación, y él los provocaba, incitándolos al asombro desconfiado.
La virtud de revolverlo todo, de vestir sus versos de manera extraña, de poner sátiros y bacantes al lado de santos ultrajados y vírgenes piadosas, de hallar gusto en los colores contrastados, el oído mágico para la música y otro no menos mágico para el ritmo, sonsacar vocablos sonoros de otras lenguas, hacer que el oropel tenga la apariencia del oro y que los decorados tengan sustancia real, la lujuria como goce y como pecado, el acaparamiento goloso de todo lo exótico, la obsesión por la forma y la búsqueda sin fin de un estilo, ese yo persigo una forma que no encuentra mi estilo, ¿qué era sino la mulatez, vista desde el otro lado, el lado de la mulatidad revuelta y creadora?
Gustos de mulato. Pero también gustos de indios tristes y de español fantasioso. Los mundos descubiertos e iluminados por el mulato de revueltas incandescencias que no podía dejar de ser músico, loco de armonía, el indio triste, huraño callado, que buscaba los paraísos artificiales en el ajenjo, el español peninsular “muy siglo XVIII y muy antiguo”, que cuidaba sus manos de marqués, a la vez empecinado inventor de quimeras. Figuras cambiantes y superpuestas que giran triples frente a la linterna mágica.