Usted está aquí: viernes 25 de enero de 2008 Política Obama: ¿ser o no ser?

Jorge Camil

Obama: ¿ser o no ser?

Si cree que la elección de un afroestadunidense a la Casa Blanca sería un hecho inusitado espere a conocer su segundo nombre, jamás mencionado en los medios por razones obvias: es como para causarle un infarto masivo a George W. Bush, y a la partida de neoconservadores que gobierna Washington: se llama “Hussein”. Sí, Barack Hussein Obama. Con la preparación cultural que le caracteriza, Bush pensaría seguramente que le estaría entregando el poder a un primo hermano del otro Hussein, el ahorcado. Y es que el apellido del senador por Illinois tampoco ayuda, porque de Obama a Osama (Bin Laden) hay solamente una letra de diferencia.

Barack no se apellida “Jackson” o “Lincoln” o “Jefferson”, porque es un afroestadunidense de primera generación: de padre musulmán nacido en Kenya (de ahí el segundo nombre) y madre estadunidense. En su exitosa autobiografía, Dreams from my father (sueños de mi padre), asegura que creció sin que jamás le preocupara tener “un padre negro como la noche y una madre blanca como la leche”. Nació en Honolulu y estudió la primaria en Indonesia, pero regresó a vivir con sus abuelos maternos para graduarse con honores de Columbia, y de la escuela de leyes de Harvard, donde fue el primer estudiante de color elegido para presidir la revista jurídica de la facultad en sus 104 años de existencia. Pero, como decía el conductor de un conocido noticiario, “aún hay más”: Obama reveló en su autobiografía, y posteriormente reconoció con desparpajo al iniciar su campaña, que en su juventud bebió alcohol, fumó mariguana y uso cocaína, como muchos de su generación. ¡Anatema!, dirán Bush y los neoconservadores, “éste es más descarado que Clinton”, que también reconoció haber fumado hierbas, “aunque sin darles el golpe”, y en la audiencia para su juicio de desafuero declaró para su infortunio que el sexo oral “no era realmente sexo” (seguramente consideró a Lewinsky una diversión light). Obama en cambio no se anduvo por las ramas: se fue hasta la cocina. Fumó, bebió y se drogó antes de lanzarse a la vida pública.

No es, como la mayoría de los líderes estadunidenses de color, de ascendencia africana por tercera o cuarta generación. Es el producto químicamente puro. Por eso se siente blanco entre los blancos y negro entre los afroestadunidenses. Collin Powell, el primer secretario de Estado de Bush, lo describió como un estadunidense cualquiera que desea la presidencia, “y que por casualidad es negro”; no es un negro que pretenda llegar a la Casa Blanca descansando en los méritos de su raza y enarbolando banderas de las cuestiones raciales que dominaron la política del siglo pasado. Ahí es donde radica su predicamento. Es un candidato que lucha discutiendo los temas de los demás candidatos: la funesta política exterior de Estados Unidos, la guerra en Irak, el seguro médico, la recesión y el desprestigio de Estados Unidos en el mundo. Aunque también le preocupen temas de la agenda afroestadunidense, como la segregación racial, la pobreza y las desiguales oportunidades económicas.

Es un extraordinario orador que enciende pasiones y ha inyectado a la carrera presidencial la emoción de otros tiempos: cuando los Kennedy (John y Bob), McGovern, y especialmente Gene MacCarthy atraían al proceso electoral a millones de jóvenes con la esperanza de un nuevo amanecer. (No es coincidencia que el lema de Obama prometa “cambio en el que puedes creer”.) Jesse Jackson, el reverendo que visitó México para enmendarle la plana a Fox en el famoso incidente de “ni los negros”, se quejó con Amy Goodman, conductora de Democracy Now, de no haber sido invitado a participar en la campaña. Pudo haber dicho “ni los blancos”, porque todos los candidatos demócratas de los tiempos modernos lo han buscado afanosos para amarrar el importante “voto negro”.

Obama no pretende desairar a Jackson. Su actitud es parte de una brillante estrategia de campaña. Quiere ganar como Hillary o McCain, sin recurrir a temas raciales; sin etiquetarse como “líder de los afroestadunidenses”. Pretende ser un candidato de unidad, su tema preferido; el tema con el que embelesó a los delegados a la Convención Demócrata de 2004 cuando declaró: “no existe una América negra o una América blanca: existen los Estados Unidos de América”. (Una retórica obligada frente a la profunda división ocasionada por Bush.)

Obama inspira y atrae a millones de votantes. Tantos, que ganó en Iowa, y a pesar de las exiguas derrotas en New Hampshire y Nevada aventaja a Hillary en número de delegados. Pero al deslindarse de la agenda afroestadunidense desafió la campaña “amarrada” de los Clinton, la pareja presidencial que hoy parece refugiada en el voto femenino.

De seguir ganando, Obama obligará a los Clinton a continuar empujándolo discretamente hacia las fichas negras del tablero, para convertirlo en un afroestadunidense más que busca el sueño imposible. Sin embargo, ¿cómo hacerlo, sin afectar la imagen de Bill como “primer presidente negro”? Es claro que los temas políticos serán soslayados por una batalla campal entre mujeres y afroestadunidenses: dos poderosas minorías que jamás han gobernado.

 
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