Antrobiótica
Sur de Italia, año 50
Ampliar la imagen Ilustración realizada por Pancho, uno de los meseros de la tradicional cantina El Nivel, luego de observar en varias ocasiones al artista plástico Phil Kelly, asiduo parroquiano del lugar. Pancho decía: “si él puede, ¿por qué yo no?” Foto: Imagen de la colección de Phil Kelly
Ya no me acuerdo bien de todo lo que comimos, pero algo podré rescatar. Cuando llegamos, sobrios, pero un poco calientes, un esclavo nos dijo que entráramos con el pie derecho a aquella casa; también vimos en un letrero que nos cuidáramos del perro: cave canem. Del otro lado del patio meaba Trimalción, que es increíblemente naco pero también divertido y dispendioso, y se acuerda a cada rato de poemas cachondos, en una bacinica que le sostenía un eunuco; cuando acabó chasqueó los dedos y otro esclavo, desnudo y flaquísimo (¿ya te dije que andaba yo caliente?), le trajo una jicarita, en la que mojó las manos; después se las secó en el pelo de chavito. Tipazo, pues.
Pasamos por los baños calientes, por los fríos, por una sala donde alguien perfumaba a Trimalción, ya limpio; por fin, nos sentamos en nuestros sillones y unos esclavos, que se me hace que eran alejandrinos (ya sabes cómo son los que traen desde allá), se nos echaron a los pies y con gran habilidad se pusieron a limpiarnos los padrastros mientras cantaban en griego para demostrar que no les molestaba esta tarea. Buen detalle. Para que te des una idea: de botana, en un bandejón de bronce corintio, aceitunas blancas y negras y encima lirones (sabes que me encanta el lirón) rociados con miel y adormidera; en una parrilla de plata, salchichas hirvientes; debajo de la parrilla, ciruelas sirias y granadas; en una gallina de madera, huevos crudos de pavo (casi vomito el mío, que ya se estaba volviendo pollo); en una bandeja redonda con los signos del zodiaco: garbanzo crudo, res, criadillas y riñones, higo africano, vulva de puerca (¿nenepil?), tarta, pastel, lamprea, langosta, pececillos, ánsar, mújoles. Unos africanos levantaron la bandeja: abajo había ubres de puerca y aves cebadas y una liebre adornada con plumas para que pareciera un pegaso; en los ángulos nadaban peces en salsa de pimienta. Los esclavos egipcios recorrían la sala sirviendo pan; los alejandrinos, vino color teja. Trimalción hablaba de sus anillos y del zodiaco y de Cáncer, que es cuando él nació. No llevaba ni una hora en la comida y ya estaba pedo. Yo también: ese pinche vino está cabrón.
Junto a mí estaba un tipo cuyo nombre ya no recuerdo. Chismosísimo. Que Fortunata, la vieja de Trimalción, es una puta y que si le dice a su güey que es de noche al mediodía el tipo se lo cree; que Trimalción –fue esclavo alguna vez, quién sabe cómo se hizo tan rico– tiene tantas tierras que no tiene que comprar nada: todo le nace en casa; que aquel otro, Pompeyo Diógenes, está rentando su casita porque Trimalción le regaló no sé qué fundo. El vino no paraba: ahora venía con miel. Entonces, los sirvientes (¿cuántos tendría Trimalción?: ve tú a saber) pusieron frente a nosotros unas alfombras con motivos de caza; afuera del salón oímos un clamor de ladridos, y unos perros laconios entraron y se pusieron a correr alrededor de la mesa. Detrás de ellos venía en una bandeja un jabalí gigante con un sombrero y, en los colmillos, dos bolsitas tejidas rellenas de dátiles (que es lo que comía esa puerca estupenda); en las ubres traía unos puerquitos hojaldrados –nos los dieron luego de regalo. Se acercó un esclavo barbudo y enorme y, con un cuchillo de caza, hirió un flanco de la bestia, por ahí le salieron unos pajaritos que otros cazadores atraparon (a cada invitado le dieron uno). ¡Qué pedo! Trimalción se paró al baño mientras servían la jabalina: a mí me tocó un trozo suavísimo de nalga y uvas y garrafón de vino sin agua. Vi a Dama enfrente de mí, ya también muy pedo, que decía arrastrando la erre: ora sí ya se me trepó: vinus mihi in cerebrrrrum abiit. Seleuco, a su lado, decía que él no se bañaba porque le daba frío.
Cuando Trimalción regresó ya la borrachera se había ido al carajo. Un chavito recitaba versos de vergas y culos; Trimalción nos invitó a todos a cagar o al menos a tirarnos pedos: “no hay peor tormento que aguantarse”, dijo, mientras acariciaba a otro chavito, y éste, a su vez, a un perrito espantoso. Trimalción mandó traer un puerco asado y un cordero en cacerola y más vino, y también a un perro enorme y negro, bravísimo; le ordenó, riéndose, que atacara al perrito espantoso. Le tomó como 30 segundos dejarlo destripado y en los huesos. En el salón hubo un silencio que también duró como 30 segundos, hasta que alguien se dio cuenta de que el cocinero no había destripado el puerco y Trimalción llamó al cocinero. No me acuerdo qué castigo le tocó, pero lo recuerdo llorar e hincarse y besarle los pies a su amo. Había sirvientes que lavaban al invitado que lo pidiera –yo lo hice porque ya había vomitado, y aproveché para meterle el dedo en el ano al niño egipcio que me atendió– y más vino y más comida. Entonces, el güey junto a mí, el chismoso, me dijo señalando a uno que había perdido su fortuna: “¿Ves a ese que está echado en el sillón del liberto? Fue enterrador. Comía como rey: jabalíes cerdosos, obras de pastelería, aves, cocineros, pasteleros. Más vino se derramaba bajo su mesa que lo que muchos tienen en sus cavas. Era una fantasía, no un hombre”. Yo supe al instante que nunca nadie iba a decir nunca eso de mí, porque no he comido como rey ni he derramado el vino, y pensé en el perrito muerto y en Trimalción enceguecido por Fortunata y por el vino y en el cocinero hincado y en el niño egipcio y en mí cuando era niño en Egipto también. Luego, alguien dijo algo del vino, que era del tiempo del cónsul Opimio, y me puse a pensar en otras cosas.