Usted está aquí: jueves 24 de enero de 2008 Opinión Navegaciones

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Pedro Miguel
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Va de aviones

Pájaros que deberían estar extintos

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Ampliar la imagen De arriba a abajo: F-35 Lightning, F/A-22 Raptor y F-117 Nighthawk De arriba a abajo: F-35 Lightning, F/A-22 Raptor y F-117 Nighthawk

Ampliar la imagen Yugoslavia, 27 de marzo de 1999: lo que quedó tras el derribo Yugoslavia, 27 de marzo de 1999: lo que quedó tras el derribo

La guerra fría terminó, se supone, hace casi dos décadas, tras la caída del Muro de Berlín (1989), la disolución del Pacto de Varsovia y la desintegración de la Unión Soviética (1991). Como ocurre en ocasiones tras el fin de las guerras, el término de la fría no condujo a la paz, sino a un conjunto de violencias diseminadas que se inauguró oficialmente con el primer arrasamiento de Irak por Occidente en enero de 1991. Los grandes aparatos militares desarrollados por los bloques oriental y occidental para romperse la crisma mutuamente se revelaron, de golpe, obsoletos e innecesarios. Hacia 1965 Estados Unidos había acumulado cerca de 35 mil bombas atómicas, la Unión Soviética le dio alcance y lo rebasó, y para el fin de su historia disponía de 10 mil armas de esas más que su rival. Los miembros más modestos del club nuclear, como Francia, Inglaterra y China, llegaron a tener entre uno y dos centenares, que conservan a la fecha, y en el camino se les unieron Israel, India, y posteriormente Pakistán y Corea del Norte. Durante los años 80 del siglo pasado Sudáfrica tuvo una corta pertenencia al club, pero en la década siguiente desmanteló los seis juguetes de alto poder que había desarrollado.

A estas alturas, Washington y Moscú siguen poseyendo, respectivamente, 10 mil y 15 mil cabezas atómicas, sin que uno pueda hacerse una idea clara del propósito de esos artefactos. Así la Casa Blanca hubiese tenido un millón de bombas, no habría podido evitar los atentados del 11 de septiembre de 2001; con sólo 10 o menos en existencia, Pyongyang logró lo que quería, dobló a Estados Unidos y obligó al gobierno de Bush a negociar. En contraste, a Israel las 100 o 200 que posee no le sirven de maldita la cosa a la hora de parar los ataques que Hezbollah lanza sobre su territorio desde la frontera libanesa, en el norte, o para disuadir a los combatientes palestinos de Gaza que regularmente avientan algo más que cohetones sobre el territorio del Estado opresor.

Las reglas han cambiado, pero los fabricantes de armas de los países industrializados y de otros no tanto siguen fabricando cosas para ganar una clase de guerra que no tuvo lugar y que no lo tendrá. Un ejemplo fenomenal de este despropósito es la continuación de los programas de armas diseñados hace dos o tres décadas para enfrentar una carrera tecnológica entre Oriente y Occidente. Con la caída de la Unión Soviética perdieron su razón de ser proyectos como el F/A-22 Raptor estadunidense (150 millones de dólares por unidad), el Rafale francés (cerca de 50 millones), el Eurofighter (algo así como 70 millones) y los Sukhoi de última generación (35 millones, poco más o menos). Eso por no hablar de los B-2 Spirit, bombarderos estratégicos furtivos, originalmente diseñados para aplanar a bombazos atómicos Moscú y otras ciudades enemigas, y cuyo costo unitario anda en 2 mil 200 millones de dólares. La tarea real de los 21 Spirit en poder de la Fuerza Aérea de Estados Unidos (costo total: más de 46 mil millones de dólares) ha sido, desde la invasión de Panamá en 1989, y hasta hoy, en Afganistán e Irak, masacrar civiles: 6 mil panameños, y sabrá Dios cuántos serbios, afganos e iraquíes.

Retruécanos inmarcesibles de la corrección política: para distinguirse de los terroristas hay que hacer lo mismo que ellos hacen (poner bombas en sitios poblados), pero con tecnología de punta. Ese mismo será el uso prioritario para los F/A-22 Raptor, que entraron en servicio hace pocos años, y los más baratos F-35 Lightning II, concebidos para remplazar a los veteranos F-16 Fighting Falcon, diseñados en los años 70 del siglo pasado.

Los gobernantes gringos y sus aliados bien podrían ahorrarse un dineral y, ya que se empeñan en escarmentar a pueblos insumisos, podrían, en forma mucho más económica y casi sin riesgos adicionales, rociarlos con insecticida desde avionetas de hélice. Pero las industrias militares, muy de acuerdo con sus gobiernos respectivos, siguen esquilmando a los contribuyentes occidentales y a los de numerosos países atrasados cuyos gobernantes sueñan con tomarse la foto ante una formación de aves metálicas y relucientes de a 50 millones cada una.

Estos pájaros son capaces de abatir a un rival aéreo situado más allá del rango de alcance visual, depositan huevos mortíferos, guiados a sus objetivos por láser y por satélite, con una precisión milimétrica, resultan escasamente detectables para los radares enemigos, poseen redes digitales para compartir información con sus compañeros y en algunos casos se dejan guiar por órdenes pronunciadas en voz alta. Además, pueden cambiar de manera brusca la dirección de su vuelo, en ejes distintos a la longitudinal del avión. En fin, monadas para burlar unas tupidas defensas antiaéreas que ya no existen y para asegurar el predominio en una confrontación bipolar que es historia, por más que el régimen de Putin patalee y pretenda revivir a su superpotencia.

Si la industria aeronáutica soviética siguiera viva, de seguro habría proporcionado rivales temibles a los aparatos occidentales. Pero las cosas ocurrieron de otro modo. Al igual que en Panamá en 1989 y que en Irak en 1991, la OTAN empleó contra Yugoslavia a un célebre antecesor de los F/A-22 y F-35, el F-117 Nighthawk, primera aeronave “invisible” a los radares y desarrollado, a un costo de 122 millones (dólares de 1998) por unidad, en los primeros años 80 del siglo pasado.

Estos aviones, posiblemente los más feos que hayan volado nunca, tienen un diseño facetado y anguloso para que las partículas electromagnéticas se desvíen en distintas direcciones y está recubierto por capas de una pintura especial que absorbe la mayor parte de las ondas. Al parecer, los diseñadores tenían en mente eludir sistemas de detección modernos, pero no contaron con que en marzo de 1999 un radar Tamara de fabricación checoslovaca, una antigualla de bulbos que operaba a muy baja frecuencia, sería capaz de detectar a uno de esos intrusos en el cielo de Serbia y de derribarlo con dos misiles SA-3 igualmente antiguos.

Otras fuentes afirman que el final del Nighthwak fue incluso más humillante: algunos soldados de la extinta Yugoslavia lo habrían detectado a simple vista y lo habrían derribado a balazos. El piloto logró salir ileso, fue rescatado por efectivos gringos, y el alto mando del país atacado se disculpó públicamente: “Perdónnenos –dijeron los oficiales yugoslavos–; no estábamos al tanto de que el avión fuera invisible”. Hasta la fecha, la astillada cabina del aparato se exhibe en el Museo de la Aviación en Belgrado, cerca del aeropuerto Nikola Tesla. Los cerca de 40 aparatos de este tipo que aún se encuentran en servicio terminarán de pasar a retiro este año, y las aeronaves que los remplacen serán mucho más caras.

 
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