Voces del exilio guatemalteco

Mayas de ida y vuelta

La cruenta guerra que asoló casi cuarenta años a Guatemala, si bien partía de una esperanza resultó, como recuerda Leoncio, una “guerra de indios contra indios”. De grandes ojos negros y voz firme, con su esposa Yadira tiene dos hijos pequeños. En octubre de 2007 participaron en el Primer Encuentro de Pueblos Indios de América, convocado en Vícam por el CNI y el EZLN, con la intención de “conocer su trabajo y lograr conexiones para que se exijan nuestros derechos ya no como grupos independientes, sino una sola nación india desde Alaska hasta Argentina”.
En Guatemala, “los que murieron, los que sufrimos fuimos indígenas: 200 mil masacrados. Los más de 500 mil que estamos fuera nos preguntamos si valió la pena. ¿Será posible una revolución que nazca del pensamiento indígena? Ver a los zapatistas es una gran inspiración”.
Pese a que sus padres sólo hablaban quiché, en la escuela Leoncio aprendió de la cultura maya como civilización extinta o folklore. A fines de los ochenta, en su familia de zapateros, comenzó a cuestionar el estado de cosas. Participó en protestas junto a sus primos y tíos; pronto formaron un grupo dispuesto a actuar. Comenzaron por su escuela: “De niños se negaba nuestra historia. Logramos expulsar a varios profesores porque nos maltrataban por hablar quiché. Exigimos que los maestros hablaran nuestro idioma”.
Su hermano, pastor de una iglesia protestante, colaboraba con ONG dedicadas a conseguir víveres y ayuda médica para las víctimas del conflicto. “No tenía que ver con la guerrilla pero entonces cualquier trabajo organizativo o que mencionara los derechos humanos o indígenas era ‘subversivo’ ”.
La familia recibió amenazas, al taller de zapatos le prendieron fuego y al hermano de Leoncio le dieron 24 horas para dejar el país. Comenzó la desbandada familiar. Un primo de Leoncio apareció descuartizado en una bolsa de plástico. En 1991, a los 14 años, abandonó su pueblo rumbo a la capital mexicana. En el DF pidió limosna. Un asilo para niños de la calle en La Merced se convirtió en su nuevo hogar. Tardó más de un año en localizar a su hermano, refugiado con su esposa en la embajada de Canadá, y finalmente fueron aceptados en aquel país. Se fueron sin pertenencias, con grandes expectativas y una postal mental de hermosos paisajes donde habita una sociedad ejemplar y respetuosa. No imaginaban las bajas temperaturas, el racismo, los abusos que padecen ahí los indios.
Comenzó otro duro proceso. Aferrarse a su identidad en un amasijo de culturas con una única etiqueta: latino. “En Guatemala somos mayas. Empezamos a sentir peor el racismo. Te ven raro, se ríen, hasta intentaron pegarme”. Con la familia desmembrada, sin lugar entre los grupos sociales, ni siquiera las minorías, deprimirse, caer en las drogas y la añoranza parecía su destino, pero Leoncio se concentró en estudiar. Conoció canadienses cuya existencia no imaginaba: indígenas. Pronto lo invitaron a sus fiestas y danzas, a cazar en la montaña. Descubrió su historia, sus costumbres y su realidad.
“Las reservas donde viven son peor que Latinoamérica. En Canadá las calles están pavimentadas, bonitas, lujosas y de repente entras a una reserva indígena y es como si entraras a otro mundo, hoyos, piedras, pasan las grandes torres de energía y ellos no tienen acceso”.

Cuatro años más tarde se mudó a Vancouver, donde existía una pequeña comunidad maya de unas 50 familias que habían huido durante la guerra. Muchos eran sobrevivientes de persecución y tortura. Una familia construyó su propia marimba. Así nació el proyecto que alimentan hasta hoy para dar a conocer su cultura. “Hey, José, me decían en la calle. Intentamos hacer entender que no toda persona de este color es mexicano y no todos se llaman José; que no somos latinos, sino mayas quiché, canjobal, mam, los que más hay en Vancouver”.
Recaudaron fondos para una escuela en Huehuetenango. Consiguieron otorgar becas a varios jóvenes para que pudieran ir de su pueblo a la ciudad a estudiar bachillerato. Al resentir que en Vancouver su relación con la tierra se rompía en el pavimento, los grandes edificios y los pequeños departamentos donde los niños no podían correr ni los adultos sembrar, lucharon por un terreno común. Mediante un acuerdo, la universidad de la Columbia Británica les cedió un terreno donde todas las familias siembran maíz y frijol. A cambio, enseñan sus formas de siembra a los estudiantes de agronomía y comparten las cosechas con la universidad.
Otra necesidad estaba latente. Su espiritualidad continuaba clandestina; debían realizar sus ceremonias, el fuego sagrado, al amparo de la noche en playas o montañas. No pocas veces fueron desalojados de forma violenta por la policía. Vieron entonces la necesidad de hacer comprender su cultura de manera más profunda.
“En 2002 realizamos el primer simposium de arqueologia y antropologia mayense, ‘Hacia una antropología ética’. Llegaron gringos, mexicanos, europeos. Invitamos a nuestros abuelos que nunca fueron a la escuela y nos sentamos con los expertos a comparar y cuestionar los conocimientos de la ciencia ortodoxa”. Abrieron una exhibición con artesanos de Guatemala que expusieron tejidos, vasijas y otros artículos en una galería con dibujos precolombinos “donde se podía ver un tejido actual y uno de hace 2 mil años, idénticos. Con eso quisimos decir que nunca desaparecimos. Aquí estamos”.
Ahora les ocupa el nuevo azote: las mineras canadienses atraídas por el oro, uranio, cobre y otros minerales. “Las compañías que destruyen Guatemala tienen su base en Vancouver”, dice Yadira. “El gobierno de Canadá invirtió 40 millones de dólares en una sola de las muchas minas. Es dinero de los ciudadanos canadienses que pagan impuestos. Sentimos la responsabilidad, por el hecho de vivir en Vancouver, de apoyar a nuestros hermanos”.
Yadira refiere una protesta reciente por el violento desalojo de 60 familias achí y q´eqchí en Izabal que rechazaban la instalación de la Compañía Guatemalteca de Níquel, subsidiaria de la canadiense Skye Resources. “La televisora canadiense CBC pasó un video sobre cómo el ejército quemó los ranchos. El reportero cuestionó al presidente de la compañía, y éste replicó que eran inventos, que esas gentes llorando eran actores. El reportero insistió: ‘¿Cree que los canadienses somos tontos?’ Al último el presidente dijo: ‘Bueno a lo mejor sí se dan esos casos, pero es problema interno de Guatemala, no tiene nada que ver con nosotros’. El reportero mostró una carta del presidente de la corporación al presidente de Guatemala donde le agradecía haber ‘atendido ese asunto’; en otras palabras, haber desalojado esa gente”.

La historia se repitió para cientos de familias de varios municipios del departamento de Zipacapa, quienes mediante consulta popular habían rechazado las minas. Ignorados, se dispusieron a bloquear la maquinaria. “Ya iban unos tractores. El gobierno mandó 2 mil efectivos a tirar gases lacrimógenos y mataron a una persona. Luego se hicieron consultas populares para ver si querían las minas y todas las comunidades dijeron que no, pero el Congreso no ha querido aceptarlas”. La mina trabaja y siguen los desalojos.
Por todo el territorio guatemalteco se hacen exploraciones. Varios proyectos mineros están en puerta en Quiché y Cobam. Los funcionarios les abren paso a cambio de grandes tajadas, aunque a la nación guatemalteca poco le toca de la explotación de su subsuelo. Yadira y Leoncio, igual que los que siguen en su país, no se rinden: “Nos hemos movilizado. Informamos y mostramos videos para que los canadienses sepan y reaccionen contra a su gobierno”.

Karla Garza

 

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