Las palabras
No son sólo los mexicanismos que ya son aceptados por la Real Academia de la Lengua –y que decimos aun sin su aceptación, como el diminutivo al adverbio ahora y otros muy coloquiales que a muchos nos resultan muy gratos– si no que a veces se usa el lenguaje en contrasentido de lo que indica la gramática, y lo hacen incluso los escritores y periodistas, como es el manejo de la preposición hasta, lo que confunde a los que tratamos de emplear las viejas reglas. Quienes desconocen los grados académicos llaman licenciado a algún doctor en derecho y doctor a todos los licenciados en medicina y muchos de estos últimos ostentan un grado que no les pertenece porque ni siquiera estudiaron una especialización. La profusión de las computadoras hace que empleemos el idioma punto com y ya nadie dice acceder, sino accesar y otras aberraciones semejantes, por no hablar de la moda de convertir en verbos a sustantivos y adjetivos, como el horrible “redimensionar”, que pongo como ejemplo. Aunque algunas palabras, como “gabacho”, que en tiempos de Lope se empleaba para denostar a los franceses, resurgen al cabo del tiempo como sinónimos de estadunidense, lo que mucho dice de la fuerza de un idioma que se niega a desaparecer.
Las buenas conciencias llaman moral a lo referente al sexo y los eufemismo para viejo, negro o discapacitado hacen que se empleen términos como adulto en plenitud, de color o personas con capacidades diferentes, lo que muestra un pacato temor a las palabras (temor que ha llevado a agredir a personajes como Lydia Cacho, Carmen Aristegui, monseñor Raúl Vera y Hermann Bellinghausen, que parece otro asunto, pero es el mismo). Recuerdo una representación de Medea, de Anouilh, en que María Douglas decía un monólogo con movimientos muy lascivos para la época, ante los impávidos espectadores que sólo se levantaron y se fueron cuando la actriz remata con su grito de “puta”, que no pudo ser tolerado. Y luego dicen que una imagen puede más que mil palabras.
El teatro ha heredado al idioma términos que se usan en diferente contexto. Por ejemplo, escenario, que amplía su acepción original cuando se habla de escenario de la guerra, o bien los economistas y politólogos hablan de varios escenarios. Algunos otros son utilizados de manera muy errónea, como es bambalinas cuando se dice tras bambalinas –esos pequeños telones que se encuentran en lo alto de los teatros para cubrir luces y tramoya– refiriéndose a algo.
Dicho o hecho en secreto, en lugar de usar la metáfora de ese otro término teatral que es tras bastidores, y lo mismo ocurre con hacer mutis, que no es callar, sino salir de escena un actor, aunque pueda ser aceptado en su forma vulgar. Los géneros teatrales también se han incorporado al habla cotidiana, como tragedia (“fue una verdadera tragedia”, exclamamos ante un terremoto), comedia (“es muy cómico”, decimos a algo que nos produce risa), farsa (“se trata de una farsa”, se arremete ante unas elecciones manipuladas), melodrama (“ya vas a empezar con tus melodramas”, le dice un marido molesto a su pobre esposa), y aun la ambigua acepción de drama, que en principio es todo escrito para el teatro, pero que a partir del siglo XVIII se emplea para el género que otros prefieren llamar pieza (“se trata de algo muy dramático”, comienza a narrar la recién divorciada). Lo mismo ocurre con el término actor, que del teatro (y después del cine y la televisión) ha saltado al derecho, como la parte demandante o acusadora.
En las últimas décadas del siglo pasado la palabra cedió en nuestro teatro ante muchas poderosas imágenes, aunque hubo dramaturgos como Emilio Carballido, de gran oído para el habla cotidiana, o Sergio Magaña, de gran impulso lírico, que resistieron el embate, mientras Héctor Mendoza ha empleado imagen y palabra, más ésta en los últimos tiempos. Ahora, la palabra regresa triunfante dentro de dos posibilidades. Una, el exceso soez que limita el lenguaje, aunque en dramaturgos como Luis Enrique Ortiz Monasterio sea un recuerdo de subversión ante la moralina imperante. La otra, el diálogo elegante y refinado utilizado, entre otros, por David Olguín, Vicente Quirarte y el muy joven Martín López Brie. El extremo podría ser la seducción que en muchos jóvenes dramaturgos ejerce el teatro narrativo, que elimina el diálogo y en mucho la acción corporal.
Para terminar, una aclaración. Con su acostumbrada cortesía, Ignacio Escárcega me hizo saber que la CNT no se limitará a escenificar a los autores de los Siglos de Oro, según el persistente rumor del que escribí y que no tendrá razón de ser si se nos informara de lo que se programa.