El calendario chiapaneco
En diciembre pasado, en “Sentir el rojo. El calendario y la geografía de la guerra”, el subcomandante Marcos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional advirtió que en medio de un ensordecedor silencio se acercaba en Chiapas una nueva fase del conflicto armado. La militarización del país bajo el régimen de Felipe Calderón alcanza en Chiapas su máxima expresión, ya que allí se concentran de manera combinada las distintas expresiones de las fuerzas coercitivas del Estado mexicano: Ejército, Marina y las diversas policías, a lo que se suma ahora la reactivación de antiguas estructuras paramilitares y la presencia in situ de elementos de los “cuerpos de paz” estadunidenses.
En el contexto de un esquema de guerra contrainsurgente que será reforzado cuando el Congreso de Estados Unidos apruebe la “ayuda” militar para la puesta en práctica de la llamada Iniciativa Mérida, tal concentración de poder ofensivo podría hacer de ese estado del sureste mexicano el nuevo laboratorio para experimentar el proyecto de “seguridad democrática” del calderonismo. Remedo del Plan Colombia, el proyecto del Pentágono para México tiene en Álvaro Uribe y su gobierno el modelo a seguir. Cabe recordar que en tiempos de campaña, Calderón, al igual que Uribe, se presentó como el candidato de la “mano dura”, y que desde el primer segundo de su tramposa imposición en Los Pinos, el primero de diciembre de 2006, se rodeó de militares y esgrimió un discurso belicista.
Encubierta por el bombardeo mediático que acompañó la liberación de Clara Rojas y Consuelo González –la otra guerra detrás de la guerra: la de la propaganda–, la “fórmula Uribe”, adoptada por Calderón bajo presión de Washington, encierra algunas aristas irrebatibles, que se presentan como objetivos a alcanzar por el mexicano.
Para empezar, mediante la violencia y el terror, y un uso maniqueo de la propaganda que anteponía a los “violentos subversivos” con su contraparte “salvadora”, las instituciones armadas, Uribe logró durante su primer mandato una unanimidad peligrosa, con eje en el mercadeo de imagen y la guerra sicológica, que reforzó el culto al jefe del Ejecutivo y el poder presidencial, y provocó el debilitamiento progresivo de los poderes Legislativo y Judicial, mientras por un carril paralelo se potenciaba a la fuerza militar.
Apoyado en el estado de conmoción interna, una medida constitucional de carácter excepcional que recortó las garantías civiles y políticas, Uribe construyó un régimen de seguridad permanente, con base en un estatuto antiterrorista que lo proveyó de las herramientas jurídicas y operativas para la guerra contrainsurgente, salvaguardando, de paso, la impunidad de las fuerzas armadas.
Como se ha venido proyectando en México desde finales del foxismo con las represiones violentas en Atenco y Oaxaca, la lógica que permea la política de “seguridad democrática” de Uribe –bendecida en 2002 por el cardenal primado de Colombia, Pedro Rubiano, entonces presidente de la Conferencia del Episcopado católico–, tiene sustento en la vieja doctrina de seguridad nacional de cuño estadunidense, que identifica al “enemigo interno” y empata ciento por ciento con la “guerra al terrorismo” de la administración Bush.
El símil con el calderonismo es ineludible al repasar que en sus primeros años de gobierno, Uribe obtuvo del Senado colombiano una reforma constitucional que permitió a las fuerzas militares hacer arrestos y allanamientos, así como interceptar comunicaciones y correspondencia sin orden judicial. A su vez, como una copia al carbón de la Ley Patriótica estadunidense, el estatuto antiterrorista impuesto por Uribe estuvo dirigido a la construcción de una superestructura estatal de neto corte autoritario que llevó a una militarización larvada de la sociedad.
Asimismo, bajo la cobertura del Plan Colombia y con fondos millonarios de la Defensa y del Congreso en Washington, el Pentágono y la comunidad de inteligencia llevaron a cabo un proceso de reingeniería militar en las fuerzas armadas locales, que comprendió la formación, bajo asesoría estadunidense y de empresas de “contratistas” privados (mercenarios), de nuevos batallones contrainsurgentes de elite en zonas bajo control de la guerrilla o de importancia geoeconómica prevista para el desarrollo de megaproyectos de capital multinacional (explotación petrolera, hidroeléctricas, agroindustrias, canal interoceánico); la restructuración del estamento castrense en áreas de planeación, logística, entrenamiento, doctrina, estrategia, inteligencia, reclutamiento y técnicas de interrogatorio; el suministro de quipos militares, armamento, helicópteros, aparatos e infraestructura de aviación para apoyar vuelos de naves espías y de combate, provistas de radares aire a aire y de modernos equipos de comunicaciones y sistema de imagen infrarroja para operaciones nocturnas, así como el emplazamiento de una red de radares en tierra –cuyo control comparte Estados Unidos en tiempo real–, diseminados por todo el territorio colombiano. Además, afín a esa lógica belicista y bajo asesoría de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), Uribe ha venido intentando la reconversión o “normalización” de una vieja herramienta del terrorismo de Estado: los grupos paramilitares creados por el ejército y agrupados luego en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Es en el espejo de la tan publicitada, en estos días, “seguridad democrática” de Uribe, que hay que mirar el proceso chiapaneco, incluidos el marcado incremento en la actividad de las 56 bases militares permanentes del Estado mexicano y la nueva fase de paramilitarización del conflicto, en el contexto de una lucha hasta ahora encubierta por el territorio bajo control de las autonomías zapatistas, que necesita ser “liberado” o recuperado para someterlo a la lógica del mercado.
Bajo la sombra de Washington, Calderón y la Iniciativa Mérida son a México lo que Uribe y el Plan Colombia representan para el país sudamericano.