Editorial
Medio Oriente: repetir la historia
Uno de los propósitos manifiestos de la gira de George W. Bush por diversos países de Medio Oriente ha sido el alineamiento de los gobiernos de esas naciones en contra de Irán. En esa lógica, en Abu Dhabi, capital de Emiratos Árabes Unidos (EAU), el mandatario estadunidense describió ayer a la república islámica como “el principal patrocinador del terrorismo de Estado en el mundo”; acusó a Teherán de promover la inestabilidad y la violencia en Líbano e Irak; insistió en supuestos planes iraníes para desarrollar armamento nuclear e, incluso, afirmó que Irán financia al talibán, disparate fundado en la ignorancia de las diferencias irreconciliables entre los ayatolas chiítas de la antigua Persia y el integrismo sunita que fue, en cambio, respaldado y armado por Estados Unidos hace dos décadas para combatir a las tropas soviéticas que invadieron Afganistán.
Una vez más, el gobernante estadunidense ha exhibido su abismal desconocimiento del Islam, del mundo árabe y de Medio Oriente en general y, por añadidura, ha dado una muestra deplorable de doble moral: no pueden interpretarse de otro modo las alabanzas a la democracia pronunciadas por él en Bahrein y EAU, estrechos aliados de Washington en la región y gobernados por monarquías corruptas, absolutistas y autoritarias.
Pero el discurso es lo de menos. No conforme con haber sembrado la guerra, la violencia y la inestabilidad en Medio Oriente, Bush –acaso sin saberlo– repite ahora los pasos de su antecesor Ronald Reagan, cuyo régimen, a principios de los años 80 del siglo pasado, alentó las ambiciones agresivas de Saddam Hussein contra Irán y propició el alineamiento de las monarquías petroleras en el sostenimiento de una aventura bélica que dejó un millón de muertos y dos países en ruinas, pero rindió magníficos dividendos a las industrias bélicas de Estados Unidos y Europa occidental. A la postre, sin embargo, el depuesto régimen de Bagdad se volvió contra sus benefactores, invadió Kuwait y dio pie a Washington y sus aliados para emprender una enorme incursión bélica en la región, la llamada Tormenta del desierto; en rigor, esa guerra –formalmente iniciada y concluida en 1991 con la derrota iraquí– se mantuvo en los hechos bajo la forma de un conflicto de baja intensidad en el que Estados Unidos hostigó a Irak durante doce años, hasta que en 2003 el actual ocupante de la Casa Blanca decidió deponer a Saddam y ocupar el infortunado país árabe. Tales propósitos se cumplieron, pero hasta la fecha las fuerzas estadunidenses no han conseguido hacerse del control del territorio iraquí; en cambio, la agresión estadunidense ha desembocado en una cruenta guerra civil, en la proliferación de atentados terroristas, en el fortalecimiento de Al Qaeda en Irak y en un callejón sin salida para el propio Bush.
Ahora, una vez agotado su capital político en una guerra perdida, el presidente republicano intenta reciclar –en esta ocasión contra Irán– las historias falsas de armas de destrucción masiva con las que justificó la invasión de Irak y pretende reanimar la vieja hostilidad entre persas y árabes. El reciente hecho denunciado por Washington, en el que se vieron involucradas lanchas rápidas iraníes y buques de guerra de la armada estadunidense, tiene todas las trazas de ser, también, la redición de otra vieja historia: la del golfo de Tonkín, agresión inventada por Estados Unidos para justificar su involucramiento en la guerra de Vietnam.
Cabe esperar que ningún gobierno del mundo árabe acepte participar en este intento de Bush por crear una nueva confrontación violenta y necesariamente catastrófica, y que los mandatarios occidentales sean ahora capaces de deslindarse de las provocaciones estadunidenses. De otro modo, la de por sí desastrosa herencia del gobernante texano se vería aumentada a dimensiones que, hoy por hoy, resultan difícilmente imaginables.