¿Cómo imponer un neologismo?
Cuando en marzo de 2007 se celebró el cuarto Congreso Internacional de la Lengua Española, que en su momento se había inaugurado en la ciudad de Zacatecas, México, y que en esta ocasión se reunió y transcurrió en Cartagena de Indias, Colombia, el poeta y escritor peruano Winston Orillo me invitó a proponer para un número especial de Babelia, el suplemento cultural del diario español El País, una palabra en castellano que estuviera en desuso y que yo supusiera con razones medidamente breves que merecía ser rescatada.
La invitación fue tan honrosa que la sorpresa amenazó con nublarme la mente e impedirme aceptarla; pero como al mismo tiempo se planteó de forma inaplazable respondí, sin mayor reflexión y casi a vuelta de correo. Sin embargo, no atendí con la propuesta que se me solicitó, de renovación de una palabra en desuso, sino con la que se me ocurrió de imposición de un neologismo, equivocación involuntaria aunque comprensible que, para mi fortuna, se le escapó a Orillo, o la advirtió y se hizo de la vista gorda, y que en todo caso se publicó entre los vocablos con que a su vez otros escritores de lengua hispana respondieron, ellos sí de forma acertada, a la encuesta.
Desde que vio la luz le he dado considerables vueltas a mi neologismo. Dejó de ser una salida impulsiva y circunstancial para convertirse en un término tan lógico a mi juicio que cada vez me parece más enigmático que no hubiera existido desde un principio como el nombre preciso y exclusivo del fenómeno que designa, aquel “un principio” en el que el hombre se observaba a sí mismo, el mundo y la vida a su alrededor y nombraba las cosas y las funciones para explicárselas y comunicarse con los demás.
Por pretencioso que resulte insistir, esta incredulidad que he experimentado frente al hecho de que mi neologismo fuera neologismo y no el vocablo exacto que desde siempre hubiera designado lo que designa, es la misma incredulidad que todos advertimos ante un invento tecnológico o un descubrimiento científico que nos mejora la vida, porque nos la aclara o prolonga o facilita. Decimos por ejemplo, “He aquí el teléfono celular; ¿cómo es posible que hubiera habido un tiempo en el que este invento no existiera y yo viviera sin él?” O en otro orden de cosas, la penicilina. Hela aquí, ¿cómo habría llegado la humanidad al siglo XXI sin ella? Etcétera.
No estoy diciendo que el pasmo ante un neologismo, el teléfono o la penicilina sea el mismo que nos sobrecoge al contemplar una obra de arte, esta conciencia de exaltación frente a algo que existe y que antes no existía, algo que salió como de la nada y que de pronto ocupó un espacio que nos parece que sin él estaría en falta o desmerecería. Repito, no es ésta la aceptación incondicional a la que me refiero, entre otras razones porque el arte no es lógico ni tiene por qué cumplir con ninguna función, no es ni tiene por qué ser útil. No facilita ni prolonga nuestra vida, y si la mejora porque la embellece, su ausencia no la empeoraría, no la acortaría ni tampoco la entorpecería.
Entonces, un neologismo no es ninguna obra de arte. Pero es muy similar a una invención o un hallazgo de la ciencia o por lo menos de la tecnología. Sirve a la lengua en la medida en que ésta es una técnica que facilita la comunicación y la comprensión; la sirve y la enriquece. Un neologismo es algo que hay que agradecer. Cuando es acertado, el que lo enfrenta por primera vez en el acto lo acepta por obvio, como si lo diera por sentado, por más que a alguno le provoque de paso la inquietud inconfesable de no haber sido quien lo hubiera acuñado.
Por cierto, el neologismo del que hablo es caossueño, con el que propongo remplazar el término pesadilla. La palabra pesadilla no deja de tener objetivas connotaciones de desdén o indiferencia despreciativa. El efecto que tiene entender pesadilla como tontilla, en: Ella no es tonta, es tontilla o apenas tonta cuando lo que es, es muy tonta, debe aplastar el sentido de que un mal sueño sea una pesadilla. Si no, el sueño no es malo ni mucho menos verdaderamente malo, sino que es malillo o apenas malo, o sea, lo opuesto de lo que queremos indicar con mal sueño. Por eso propongo remplazar pesadilla con caossueño cuando el mal sueño tenga al soñador en el centro del torbellinazo del caos. Hecha ya al término caossueño, no he vuelto a referirme a mis sueños caóticos sino con él, si me descuidara y los llamara pesadillas, me reiría como ante lo ridículo.