Mar de Historias
El árbol que sangra
Todos los que aún vivimos en este pueblo tenemos familiares en Estados Unidos. Antes regresaban para las fiestas, ahora son cada vez menos los que vuelven: los tiene paralizados el miedo de no poder pasar de nuevo la frontera y quedarse sin lo poquito que consiguieron. Por eso recibimos con tanto agradecimiento a quienes se arriesgan a visitarnos. Se les nota la preocupación de lo que pueda estar sucediendo allá pero la disimulan. Antes de que vuelvan a irse les hacemos la comidita que más les gusta. Se la comen como si fuera la última que tomarán en su vida.
Desde el momento en que los despedimos nos quedamos pensando en ellos, en los peligros del viaje, en si habrán podido rehuir la vigilancia, escapar de las persecuciones y los peligros, volver a su trabajo. Nunca sabemos si lo consiguieron y eso motiva que nos sintamos todavía más solos.
II
Pero la soledad más terrible nos la dejó Antonia, aunque ya nunca vaya a salir de aquí. Me hubiera gustado que la sepultáramos con sus padres, pero no hubo terreno. La pusimos donde yo menos quería: en la orilla del camposanto junto a la barda.
Cada vez que voy a visitar a Antonia pienso en la otra barda, el muro que se levanta en la frontera para impedirles a los mexicanos que entren a Estados Unidos o que regresen allá para rencontrarse con la familia que se quedó esperándolos, aunque a veces sin esperanzas.
Lo que acabó con Antonia fue la desesperación de no saber cuándo volvería a ver a su hijo Tony. El niño nació en San Ysidro. Por eso él era gringo pero ella seguía siendo extranjera. Los separaron. Ella fue deportada por “ilegal” –como si fuera un crimen buscar trabajo– y al niño lo mandaron a una institución. A quien dio la orden no le importó el dolor que causaba, no escuchó las súplicas de la madre ni el llanto del hijo. Con sus manitas se le prendía de la falda –me dijo Antonia– y le suplicaba que se lo llevara con ella.
Ese ruego fue lo último que escuchó Antonia y también lo último que nos repitió llorando mientras veía el retrato de Tony. Nunca olvidaré lo que dijo aquella noche: “Esta foto será lo único que tenga de mi niño durante años o tal vez por el resto de mi vida. Dios quiera que ya no sea muy larga”.
No lo fue. A la mañana siguiente encontramos a Antonia colgada del pirú. Cuando éramos chicas allí se ponía Santa Pulido a vender jícamas, barquillos, matatenas y otras cositas que le comprábamos a la salida de la escuela. En aquellos años el árbol amparaba nuestras alegrías. Ya nunca volveré a verlo así: sus frutos rojos me recordarán para siempre la sangre y el dolor de Antonia.
III
Aquí la tierra y el comercio están muertos. A mi negocito llegan al día muy pocos clientes. Me sobra tiempo para pensar, para imaginarme cosas. A veces me hago las ilusiones de que Tony entra en mi estanquillo: no sería difícil porque ya es el único. Lo veo igualito a como estaba en la foto que le tomaron a los siete años.
Sé que mi sueño es imposible, pero si de casualidad se cumple, ojalá que sea pronto, antes de que Tony se convierta en un joven o un adulto y ya no pueda reconocerlo. Sólo por eso me arrepiento de haber sepultado con los restos de Antonia la foto del niño. De tenerla, la habría colgado junto a los retratos de mis papacitos donde Tony pudiera verla. Al reconocerse me haría preguntas acerca de su madre.
Podría decirle muchas cosas que él no sabe: cómo era Antonia de niña –“flaquita, morena, salerosa”–, cuáles eran sus juegos predilectos –“El patio de mi casa es particular./ Se barre y se lava como los demás”–, que su primer novio fue un monaguillo –“El padre nos encontró besándonos”–, cuánto le gustaba hacer papalotes para soltarlos en febrero y marzo. Mientras los veíamos alzarse por encima de las tolvaneras, Antonia soñaba con irse a Estados Unidos y encontrar a sus hermanos Catarino y Jesús.
De seguro Antonia le habrá hablado mil veces a Tony de ellos y de sus padres, Cuca y Cipriano; y puede que hasta le haya dicho que no fue nada fácil que la dejaran irse al norte con unos primos. Obtuvo el permiso de sus papás asegurándoles que en cuanto localizara a sus hermanos los convencería de que volvieran con ella al pueblo.
Si Tony llegara a aparecerse por aquí le diría que el domingo anterior a que Antonia se fuera le hicimos una comida que terminó en baile: la única vez que vi tomada a doña Cuca. Esa noche nadie durmió: del guateque nos fuimos todos derechito a la terminal y allí nos quedamos recordando a tanta gente que se nos había ido.
Como en aquella época mi familia atendía la caseta telefónica, a cada momento entraban personas en la tienda para saber si teníamos noticias de Antonia. Tardamos mucho en recibirlas. La mañana en que por fin llamó, don Cipriano se puso a reclamarle que no les hubiera hablado antes. Doña Cuca no pudo decir nada porque se la pasó llorando de alegría sólo de oír a su hija contándole que llevaba tiempo trabajando en una casa donde todo era “muy eléctrico”; no salía por miedo a perderse aunque casi todo el mundo hablara español; pronto iba a mandarles un dinero y a diario los encomendaba mucho a Dios.
Le contaré a Tony, si es que algún día se realiza mi sueño de que venga, que Antonia nos llamaba muy de vez en cuando. Un 20 de septiembre, su cumpleaños, antes de que la comunicara con sus papás, me platicó que la noche del l5 había conocido a un tal Higinio Trueba y el domingo iban a salir.
Higinio era de Zacatecas, músico de vocación y con destino de albañil. Las cosas entre ellos sucedieron muy rápido. Estaban pensando en casarse cuando él perdió la vida en un accidente. Ella quedó embarazada: la ilusión de tener un hijo la compensó de la pérdida tan grande y le dio un motivo para seguir viviendo.
Si Dios me hace el milagro de que Tony llegue a venir, para que se sienta orgulloso le diré lo que su madre me dijo tantas veces: que desde antes de que naciera ya lo adoraba y quería para él lo mejor: escuela y trabajo que no iba a encontrar en este pueblo. Sus abuelos hicieron todo lo posible por ir a San Ysidro y estar presentes a la hora de su nacimiento, pero no hubo quién los ayudara a pasar del otro lado.
IV
Don Cipriano y doña Cuca tuvieron que conformarse con saberlo todo por teléfono. “El niño nació muy bien. Es igualito a Higinio, pero también tiene el aire de nuestra familia. Este sábado voy a llevarlo a bautizar: se llamará Anthony, o sea, como yo, pero en inglés.”
Estoy segura de que Tony se reiría mucho si le dijera que su foto a los seis meses de nacido tardó otro tanto en llegarnos, o sea que la recibimos cuando él ya estaba cumpliendo un año. Con el retrato venía una cartita. Don Cipriano y doña Cuca me la trajeron muchas veces para que se las leyera, hasta que lograron aprendérsela. No fue tan difícil porque era más bien cortita. Lo que más les interesaba era el final donde Antonia decía que tal vez ella y su hijo vendrían a visitarlos en mayo.
Aunque es un niño, Tony debe saber por qué Antonia, en cinco años, no pudo cumplir su promesa. Supongo que también sabrá lo que sucedió durante todo el tiempo que estuvimos esperándolos: don Cipriano murió a consecuencia de una caída y doña Cuca se fue apagando hasta que murió. Aquí se dijo que de un mal aire, pero todos entendemos que fue de pura tristeza.
A cambio de las cosas que podré contarle a Tony, si es que llega a venir, él tendrá que aclararme otras: cómo se portaba con él su mamá, qué le decía de su papá, quiénes los visitaban, adónde iban de paseo, si ella le cocinaba el revoltijo de carne y huevo que comemos por acá.
Me tranquiliza pensar en que hay algo que nunca tendría que preguntarle a Tony: ¿quién denunció a su madre como ilegal? Ella me lo contó: fue su patrón, para no sufrir represalias por tenerla como obrera en la fábrica. Ignoro cómo se llaman ese hombre o el policía que empujó a Antonia hacia la camioneta en que la obligó a viajar sola a la frontera. Aunque no sepa nada de ellos, estoy segura de que entre los dos mataron a Antonia: el patrón le tejió un lazo mientras la denunciaba y el policía se lo enredó en el cuello al separarla de su hijo.
Si Tony no lo comprende ahora porque aún es muy niño, posiblemente lo entenderá más tarde. Entonces los dos estaremos más tranquilos al pensar en que Antonia no decidió su muerte. Ella nada más eligió el árbol para colgarse: un pirú que, como todos los de su especie, llora sangre.