Usted está aquí: sábado 12 de enero de 2008 Política La palabra incautada

Ilán Semo

La palabra incautada

A lo largo de más de una década (lapso en que el presuroso olvido definiría ya una historia), Carmen Aristegui ha labrado los contornos de un oficio que se antojaba –y se antoja todavía– como improbable, cuando no como imposible: convertir al periodismo en el ejercicio franco de lo que Niklas Luhman llamó alguna vez “la voz del primer observador”. Observar nunca ha sido una práctica inocente. Los antropólogos y los etnólogos han escrito páginas esenciales al respecto. Pero la práctica de la observación que supone o subyace al periodismo contrae un sesgo particular: no sólo enfrenta los retos de la perspicacia y la inteligencia del periodista, sino su decisión y su destreza para sortear el asedio que le imponen los poderes que son afectados por esta observación. El periodismo es, en primera instancia, el territorio de una ardua batalla en donde el poder y la sociedad chocan cotidianamente para imponer el horizonte de la mirada del primer observador.

Desde sus primeros programas radiofónicos en la XEW, Carmen se jugó una de las apuestas más inverosímiles: mostrar y demostrar que, en el seno de las industrias de la comunicación, la sociedad contaba ya con una voz propia, un derecho a departir su mirada, la mirada ciudadana, escrutable. De esta apuesta queda ya una obra que ha labrado la trama (y ahora el drama) de un periodismo ejercido bajo la convicción de que el profesionalismo y la rectitud pueden llegar a ser sinónimos efectivos.

Alguna vez alguien definió, a la usanza de los eslogan de los años 60, al periodismo en México como “el cuarto poder”. Es una definición obviamente equívoca. Dominada por las reglas (nunca escritas) del orden corporativo, la prensa (escrita, radiofónica y televisada) ha sido la escena de una consignable y peculiar tensión: un poder que nunca ha logrado fincar su autonomía, cuyos destellos de credibilidad se deben a unas cuantas individualidades empeñadas en demostrar lo contrario.

La salida de Carmen de la W es el saldo dramático más reciente de esta tensión. Un saldo acaso doble: corrobora la supervivencia de ese orden que hizo de la libertad de expresión una concesión administrable y cancela (o pospone) una historia de pluralidad que apenas asomaba la cabeza.

La historia moderna de México ha tenido en cada una de sus épocas un peculiar régimen de comunicación, si por ello entendemos las condiciones materiales, políticas e institucionales que condicionan en cada momento la circulación pública de la palabra. Hacia los años 90 del siglo pasado, ese régimen, ostensiblemente coercitivo, se había relajado. El proceso de democratización trajo consigo una relativa liberalización de las constricciones que subordinaban a la prensa al orden definido por el Estado. La sociedad podía aspirar a definir su marca frente a la mirada del poder. Surgieron nuevos periódicos, se multiplicaron las estaciones de radio, se diversificaron los programas televisivos. A partir del año 2000, la prensa devino, no sin un cúmulo de inexperiencia, el protagonista de un nuevo pluralismo. La disputa por la palabra (escrita y oral) se bifurcó en un campo de fuerzas ideológicas. Gradualmente, izquierda y derecha fueron configurando sus propios sitios en esta lid. Las industrias del signo y la imagen abrieron sus puertas a un espectro inusitado de posiciones y convicciones.

El resultado de las elecciones de 2006 modificó radicalmente este panorama. La falta de consenso de los nuevos ocupantes de Los Pinos se tradujo en una regresión. Lejos de buscar legitimarse por la vía de la creación de nuevos consensos, las reformas sociales y el refrendo de la pluralidad, la respuesta ha sido desde entonces restaurar el cerco sobre los medios de comunicación.

Desde agosto de 2006, el programa radiofónico de Carmen devino una isla de periodismo crítico en una prensa cada vez más asediada por las condiciones impuestas por la restauración del intervencionismo en los medios de comunicación. Las razones de este giro son más que evidentes: los medios configuran la “base de masas” de una política que se niega a –o ha sido incapaz de– ganar adeptos a pie entre los sectores mayoritarios de la sociedad. Por ejemplo, siguen sin existir organizaciones sociales, civiles y laborales que se identifiquen esencialmente con el grupo que gobierna al país. El consenso de Los Pinos sigue viviendo de “poderes prestados” por los viejos bastiones corporativos del PRI.

Sólo así se explica la nueva cruzada por homologar los sitios que aseguran la circulación de la palabra.

Nada de esto habrá de borrar de la memoria la obra de una periodista que hizo de su oficio la prueba de la posibilidad y la viabilidad de un auténtico compromiso con la civilidad.

 
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