Guerra civil en Francia
Francia se despertó el primer día del año dividida en dos bloques. Rivales menos conciliantes que la derecha y la izquierda, más opuestos que hombres y mujeres, más diferentes que se creen tradicionalistas y modernistas. Viejos amigos que confraternizaban alegremente hasta hace algunos años, antes de que una lucha latente e insidiosa los llevara a separarse en dos campos bien definidos y a un enfrentamiento sin concesiones de una guerra civil: la de fumadores contra no fumadores.
Cabe preguntarse, y no por simple curiosidad histórica, cómo pudieron llegar las cosas a ese extremo. Puede uno reírse de esta guerra, incluso entrecomillarla, tan ridícula, tan nimia parece. Que los fumadores abandonen cafés, restoranes, bares, discotecas, y tal vez burdeles, pues son también lugares públicos, obligados a fumar en la calle –mientras esto sea aún posible– ¿a quién le importa? A los no fumadores, desde luego. Por fortuna aún no todos éstos convertidos, por la fuerza del loable anhelo de la buena conciencia, en espías gratuitos al acecho del criminal en potencia, adivinando en el más insosopechable de sus gestos el asomo de un cigarro para ocuparse de corregir al culpable quien, de resisitir, será delatado. Los no fumadores pueden, al fin, respirar el aire higiénico –no falta más que el olor a éter, alcohol y cloro para calificar esa pureza de hospitalaria– de los cafés y restoranes parisienses, así como gozar de la ausencia de los perversos transgresores de la política correcta que debe reinar en un mundo, más que perfecto, ideal. Paraíso de la dicha uniforme, decretado e impuesto: nadie debe escapar a la maternal vigilancia que vela por la salud pública, donde todos y cada uno serán salvados, incluso a pesar suyo y aunque les cueste la vida. La Inquisición, ¿no actuaba de la misma manera?
Recuerdos humeantes, que pronto serán borrados incluso de la memoria, de una época cuando fumar era sensual, elegante, señal de fortuna, incluso de talento, signo de valor y virilidad en el hombre, de liberación y sexualidad en la mujer, en fin, un sueño del Hollywood de la época dorada.
En efecto, poco a poco, a la manera de la bola de nieve que va creciendo y adquiere la velocidad incontrolable de la avalancha, el cigarro sirvió de chivo expiatorio, depositario de los más diversos odios. Los odios latentes que se necesita conservar, aunque no sea sino en vida vegetativa, para utilizar en el momento adecuado. Dejar morir el odio podría equivaler a perder la guerra. Así, los mismos movimientos que lucharon, por ejemplo, en favor del cigarro en la boca de las mujeres “liberadas”, cambiaron de cara. La avalancha arrastró con todo. El fumador ya no era sólo un suicida: era un asesino. La invención del “tabaquismo pasivo” se abrió camino. Que la industria del tabaco quiebre, que los estados pierdan millones de impuestos sobre el cigarro, nadie puede controlar el fenómeno.
Pero esta “guerra”, entrecomillémosla, no es intrascendente. Acaso, un simple augurio. Anuncio del mundo políticamente “correcto” que heredamos a nuestros hijos. Las prohibiciones no podrán sino multiplicarse en el “mejor de los mundos”. Café, vino, grasas, azúcares, todo en nombre de la higiene anoréxica que nos asegura morir con buena salud.
Y como las cosas no pueden limitarse a la prohibición, para asegurarse la buena conciencia, hay que borrar, desaparecer, negar, consumar el olvido total del lavado de cerebro perfecto. Los “guardias rojos” se quedan cortos quemando libros. ¿No se desaparecen ya los cigarrillos de los labios de Bogart, Signoret, María Félix, Dietritch y tantos otros maravillosos actores de aquellas buenas películas? También de las bocas de Sartre, de Beauvoir (puede aparecer, por el momento, desnuda en la portada de una revista francesa para “celebrar su centenario), de De Gaulle, pronto de Villa o Zapata. Los puros de Churchil o de Hitchkock.
En sus mejores momentos, el estalinismo borró de las fotos a una, dos, tres personas. Ahora, se deja a la persona, pero se le borra el cigarro en la boca, se le transforma, se le transgrede, se le convierte en alguien que nunca fue. Eso es el verdadero olvido. El auténtico crimen. No el de fumar.