Por Carlos Bonfil
La aprobación de leyes que reconocen
las uniones entre personas del mismo
sexo se ha convertido en un síntoma
artificial de modernidad, que se utiliza más
para destacar las bondades de la cultura occidental
que para reconocer las nuevas formas
de convivencia, que son ya una realidad. El
sociólogo francés Eric Fassin, profesor de la
Escuela Normal Superior de París e investigador
que ha tomado la sexualidad como
punto de partida para su reflexión sobre las
sociedades contemporáneas —con su concepto
de “democracia sexual” (Letra S 119)—,
charla con Letra S sobre la trascendencia del
reconocimiento a las parejas de homosexuales
en las representaciones sociales. Fassin
fue entrevistado en el marco de la serie de
conferencias que impartió en México para la
Cátedra Simone de Beauvoir, convenio entre
el Programa Interdisciplinario de Estudios de
la Mujer, de El Colegio de México, el Programa
Universitario de Estudios de Género, de la
UNAM, y la embajada de Francia. A continuación
parte de la charla.
¿Las uniones entre personas
del mismo sexo representan un desafío
a la legislación familiar tradicional? Sí y no. No, en la medida en que muchas
personas pueden interpretar que se trata del
triunfo del matrimonio; muchas personas querrán
casarse, así que el matrimonio, en cierto
modo, se refuerza. “Hasta los gays quieren
casarse ahora”. Eso, de alguna manera, fortalece
la estructura tradicional.
Pero al mismo tiempo, queda establecido
que no es necesariamente entre un hombre y
una mujer, que no hay detrás nada de orden
biológico o de leyes divinas o cosas por el
estilo. Al contrario, queda claro que la unión
se basa en decisiones individuales. En lugar
de ser una institución dada por Dios o por la
Naturaleza, ahora radica en una opción individual,
lo que hace una diferencia importante.
No se trata de meter a los gays dentro de los
esquemas tradicionales, sino una transformación
que hace a la institución matrimonial más
y más una opción privada.
Hoy, en Francia, la mitad de los niños han
nacido de padres que no están casados, o
al menos que no están casados entre ellos.
Esto nos dice que el matrimonio, al menos
en Francia, no es más la base de la familia.
El matrimonio va por un lado y la familia por
otro, a veces se encuentran, pero no son la
misma cosa. Esta realidad nos muestra esta
etapa de transición. El matrimonio gay no es
un asunto sobre preferencias sexuales, se trata
de la evolución del matrimonio y la evolución
de las instituciones reconocidas por los individuos
para organizar su vida: el tránsito es
hacia decisiones individuales, dejando atrás las
obligaciones institucionales.
Luego de la aprobación de la Ley de
Sociedades de Convivencia en la ciudad
de México, ¿cuál es su percepción del
avance legal en México y América Latina?
No se trata sólo de México, hay leyes similares
o el impulso de una discusión en Argentina,
Colombia, Ecuador. Lo más interesante en
las regiones que han aprobado este tipo de
leyes es cómo hay una idea de que el tema
representa una forma de parecer modernos.
Básicamente pienso como un líder de cualquier
país fuera de Europa o Norteamérica que
dice: “De acuerdo, quiero que mi país parezca
moderno, por eso mandaré una señal al
mundo entero, por ejemplo, aprobando algo
sobre uniones entre personas homosexuales”;
me parece que es una forma barata de sonar
moderno. Bueno, es mejor sonar moderno
que ni siquiera parecerlo, pero creo que es
una forma que se piensa fácil para escalar a la
modernidad.
Los activistas gays pueden pensar que el
matrimonio es el objetivo y una vez que se
consiga se ha llegado al fin de las batallas, se
habrán resuelto todos los problemas. Es todo.
No estoy de acuerdo. Creo que cada batalla
debe desembocar en otras.
En la ciudad de México llama la atención
que se trata de una urbe gobernada por la
izquierda en un país básicamente conservador.
Es interesante volver a Francia para comentar
el punto. En la reciente elección presidencial
todos los candidatos se vieron obligados a
decir algo sobre el tema de las uniones de
parejas del mismo sexo. Eso es algo nuevo.
Hace algunos años a nadie le importaba el
tema. Esta nueva realidad obliga a los políticos
a tener una postura, por ejemplo, el presidente
Sarkosy, antes de ser electo, explicó que estaba
a favor de los derechos de gays y lesbianas;
incluso se tomó el tiempo de responder
preguntas concretas de las revistas gays. Es
interesante cómo el tema se ha vuelto parte
de los problemas sociales, pues lo mismo está
sucediendo en Los Ángeles o en la ciudad de
México y el resto de Latinoamérica.
Cuáles son los efectos de esa “búsqueda
de modernidad” en la opinión pública.
Actualmente, la gente suele defender más las
decisiones personales que, por ejemplo, hace
diez años. Cuando comenzó esta discusión
sobre las decisiones individuales y alguien
decía: “Vamos, abramos los matrimonios a los
gays”, tenía que justificar la frase muy bien,
pues básicamente todos encontraban absur-
La convivencia en la modernidad
Entrevista con Eric Fassin
da, bizarra, antinatural, la propuesta. Hoy el
panorama es justo el opuesto. Aquellos que
se oponen al matrimonio entre gays tiene que
justificar mucho más su postura. Se ha vuelto
en un indicador del grado de modernidad de
una sociedad: a diferencia de otros, nosotros
apoyamos los derechos de los gays. Pero,
¿quiénes son los otros? Los inmigrantes, los
musulmanes, los africanos y todos aquellos
que son estigmatizados por no estar abiertos
a la modernidad sexual. Es lo que yo llamo
democracia sexual: el lenguaje de la modernidad
permite, a un tiempo, empujar las cosas
hacia delante y hacer caer en la trampa a las
civilizaciones no alineadas. Con estos marcos,
hoy es posible decir que la gente de África es
retrógrada porque es homofóbica.
Es el caso de la reciente declaración del
presidente iraní en su visita a Estados
Unidos, cuando dijo que no existen
los homosexuales en su país, que se trata
de un problema occidental.
Ese ejemplo es claramente una manifestación
internacional, pero también sucede al interior
de sociedades como la francesa, en donde
hay ‘clases educadas’, que suelen ser blancas
—no lo dicen, pero sí lo asumen—, y ‘clases
retrógradas’, que suelen tener la piel oscura y
que tratan de manera despectiva a las mujeres
y a los gays. Es el otro lado de la modernidad.
Si quieres parecer moderno puedes decir:
“Hagamos algo por las mujeres y los gays’. Y si
estás contra las mujeres y contra los gays, estás
contra occidente.
Pero también puede usarse en sentido
contrario. Los que suelen ser descritos como
los otros, los opositores a occidente, pueden
responder: “Es cierto, no somos como ustedes,
por lo tanto nos desharemos de los gays”. No
les importa en lo más mínimo la democracia
sexual en buena medida porque occidente
suele utilizarla como un argumento en su
lucha contra las culturas de oriente.
Es importante considerar que el concepto
de democracia sexual es, precisamente, una
herramienta crítica muy útil, pero compleja.
Por un lado está la lógica de la democracia
sexual, por el otro, la retórica de la democracia
sexual y cómo se usa, con propósitos que a
veces nada tienen que ver con su esencia,
al contrario, puede volverse instrumento del
racismo y la xenofobia. Pienso que, desde el
interés en el avance de la democracia sexual,
tenemos que observar con cuidado ese elemento
retórico, pues pueden presentarse en
conjunto, pero también pueden coexistir en
conflicto. Eso es peligroso. Un buen ejemplo
de los tenues límites entre práctica y retórica
es Holanda, donde los derechos de los gays
han sido usados para amedrentar musulmanes
y extranjeros.
Creo que es sumamente contraproducente
para los colectivos que luchan por los
derechos de los gays y las lesbianas que sus
triunfos sean utilizados como instrumento del
racismo. Cierto, hay un precio que pagar, y
mucha gente en el resto del mundo podría
pensar que se trata de un nuevo instrumento
del imperialismo. |