Número 138 | Jueves 10 de enero de 2008 |
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1 de diciembre Por Joaquín Hurtado Ah triste cagatintas que no quiere soltarte. Por eso, niña, amartillas el arma y le dices rumorosita: “lléveme a la cama, señor; necesito descansar”. Es en tu lecho donde quieres darte vuelo con tu silencio, tu dolor, tu morir rotundo. Y preguntas desde tus ojos pelones, desde tu santidad: ¿por qué tiene que ser uno el entrevistado, habiendo tanta perra suelta allá donde la vida? El reportero seguramente se las halla fácil con nosotras las cautivas, piensas. Y tienes razón, mileidy, las lobas encadenadas al sida hemos perdido el juicio o estamos a punto, tan cruzadas con recuerdos, chochos y narcosueros, que podemos sostener una conversación a la orden cual loras ancianas y hasta servir como sopita campbells a la moralmente pulcra familia mexicana. Ay pequeña, mira cómo te tienen clamando: “¡lléveme por piedad a la cama!” Pero el reportero se pasa de lanza: “nomás diez minutos y terminamos”. Sin el menor asomo de compasión. De pronto la piel se te eriza, tus púas rezuman destilada ponzoña. En tus caninos brillan las gotitas de la depredadora que cantaba boleros. Entonces se suscita el milagro de la resurrección. Se infla la aguamala en tu lengua. Dejas fluir a la loba malherida pero aún no vencida. Tu palabra tremola como bajo continuo. Te vas alumbrando esplendorosa con tu espumiante baba, desde tus llagados labios. Así le dices al importuno periodista: “creo que a usted lo conozco, señor”. Y él: “¿ah, sí?” “Por supuesto que lo conozco”, respondes distante; avanzando segura, descosiendo el fuego de tus ojos. Y él, pobrecillo, todavía cree que lleva mano en este juego de manos que sólo a ti pertenece. “A usted lo conocí en los baños Reforma. Ya me acordé, todos lo veíamos fichar y triunfar de lo lindo en las olimpiadas de la rica mamada, ¿o me equivoco?”. |