Carmen Aristegui
La salida de Carmen Aristegui de W Radio ha levantado una significativa marea de solidaridad con la periodista cuyo desempeño profesional, vale decir, su alegría de informar ha sido reconocida con toda justicia por propios y extraños. La actitud crítica de Carmen ha subrayado el doble lenguaje de los propietarios de los medios, en este caso Televisa y la española Prisa, para hacer de la libertad de expresión un derecho particular, limitado y manipulable, mientras exigen al Estado y a la sociedad que dicha libertad sea concebida y aceptada como un derecho absoluto y, por tanto, no sujeto a regulación alguna.
En defensa de su decisión, las empresas al mando de W Radio arguyeron la necesidad de implantar un “modelo” informativo, al parecer exitoso en otros países, más consistente con el despliegue del negocio y la necesidad corporativa de mantener una línea sin fisuras en el tratamiento de la información. Pero esa actitud resulta cada vez más inaceptable tanto para los profesionales de los medios como para el público que espera ser tratado como un destinatario maduro y no como un adocenado comprador de baratijas informativas, adecuadas a la tradición presidencialista ahora revitalizada por los publicistas del régimen.
En ese sentido, como sentenció el Centro Nacional de Comunicación Social (Cencos): “la libertad de expresión que reclaman y ejercen los empresarios (de la comunicación) parece ser incompatible con la ejercida por los periodistas críticos y parte de la sociedad civil que no se somete a sus intereses” (La Jornada, 09/1/08). De ahí el valor y la fuerza de la negativa de la periodista al no aceptar las condiciones establecidas para la renovación de su contrato, condiciones cuya intención sólo se revela a través de una lectura política de todo el asunto, tomando en cuenta la precisión hecha en estas páginas por Luis Linares Zapata, de que la postura de los dueños hacia Aristegui debería ser considerada, sobre todo, como una “acción preventiva empresarial” habida cuenta el panorama turbulento que amenaza al país y la voluntad de las empresas de ser un creciente factor de poder.
Reaparece así, en un momento marcado por la disputa sobre las telecomunicaciones y las obsesiones contra la reforma electoral, el tema de fondo subyacente: ¿a quién toca ejercer la libertad de expresión? ¿Al periodista que dirige un espacio informativo, a la empresa que lo contrata? ¿A ambos? ¿Bajo qué reglas? Y lo más importante: ¿cuáles son los derechos de las audiencias ante los ríos de información emitidos y/o reiterados que para muchos son la única ventana al mundo?
En suma, ¿cómo hacer compatibles la lógica comercial del máximo beneficio con el “interés publico”, el pluralismo, la diversidad sin incurrir en la uniformidad de los contenidos? Para fortuna nuestra, la gran mayoría de estas cuestiones ya han sido abordadas por un nutrido contingente de especialistas provenientes de todos los foros, incluidos, los magistrados de la Suprema Corte y, por supuesto los profesionales e investigadores, numerosos legisladores, así como las agrupaciones académicas y civiles que desde hace años entienden que el futuro del régimen democrático mexicano es inseparable del modo como se respondan legal y prácticamente dichas cuestiones.
Hoy sabemos que la democracia “sin adjetivos” es una quimera: la sociedad está cruzada de intereses que imponen los fines del Estado o los condicionan. La desigualdad hace reír a los dueños del dinero cuando se les exige cumplir con la ley, pues sólo ellos pueden ponerse en los zapatos del ciudadano imaginario que puebla nuestras abstracciones jurídicas. ¿Libertad de expresión? El razonamiento empresarial es claro: la libertad de expresión es un derecho natural que me permite decir y hacer lo que quiera con mi propiedad, comprar publicidad en los espacios dedicados a la contienda electoral, a ser por un instante el partido que niego para otros como opción institucional. Y ése es un derecho absoluto. Pero, ¿es que hay otros para ellos?
¿Puede la sociedad aspirar a la democracia bajo este pernicioso esquema?