Editorial
La violencia imparable
Ayer, al mediodía, en la localidad de Río Bravo, entre Reynosa y Matamoros, Tamaulipas, tuvo lugar un combate entre efectivos militares y presuntos narcotraficantes que dejó un saldo de cuando menos once bajas, entre muertos y heridos. Al parecer, en el enfrentamiento fueron empleadas granadas o bazukas, pero la férrea censura impuesta por el Ejército y las corporaciones policiales ha impedido a los medios dar una información precisa de lo ocurrido. En semanas recientes, en esa misma entidad, fueron asesinados Juan Antonio Guajardo Anzaldúa, ex senador y ex presidente municipal de Río Bravo, junto con cinco de sus escoltas, y el ex director de la policía ministerial Luis Eduardo Rodríguez Masso.
Los hechos referidos no sólo dan cuenta de la resolución y la capacidad de fuego con que operan las organizaciones delictivas desde que las fuerzas armadas fueron lanzadas en combate frontal contra ellas, sino también de la falta de resultados de la estrategia anti estupefacientes aún en curso. Esa política ya había demostrado su improcedencia en sexenios anteriores, con particular crudeza en las postrimerías del gobierno de Vicente Fox: de hecho, el operativo México Seguro se inició en Tamaulipas, con el supuesto propósito de eliminar la presencia del narcotráfico en esa entidad, pero con resultados nulos, como pudo y puede verse. Con todo, al principio de la presente administración la estrategia fue llevada hasta el extremo de militarizar vastas zonas del país, lo que fue visto más como un intento propagandístico de un régimen en busca de legitimidad que como una política verosímil de seguridad pública y de implantación del estado de derecho.
Tarde o temprano los gobiernos tendrán que reconocer que, en los hechos, la intensa persecución militar y policial de los narcotraficantes agrega valor a su mercancía, toda vez que los elevados precios de ésta no se originan en costos reales de producción, sino en las dificultades para transportarla en el contexto de la prohibición oficial y del acoso de las corporaciones de seguridad. Mientras, las instituciones públicas encargadas de combatir a las mafias de la droga siguen experimentando una descomposición acelerada, por la simple razón de que no parece haber nada ni nadie que, con sus elevadísimas ganancias, los narcotraficantes no sean capaces de comprar o sobornar, ni artefacto bélico del que no puedan dotar a sus sicarios.
Han pasado tres décadas desde que el gobierno mexicano implantó la Operación Cóndor para enfrentar a los cárteles y de entonces a la fecha, en cada relevo presidencial el discurso oficial ratifica la lógica misma fallida para acabar con el negocio ilícito de las drogas y con la violencia derivada de éste. Sin embargo, y a pesar de los anuncios espectaculares de capturas de capos, decomisos de cargamentos y destrucción de plantíos, la violencia ha ido en aumento y no ha dejado de incrementarse año con año el poder de fuego y la capacidad corruptora del narco. En los términos en los que está planteado, el combate a las drogas no puede ser ganado, y el empecinamiento oficial en seguir los dictados de Washington en la materia se traducirá en más destrucción humana y material y en mayor descomposición institucional. En éste, como en otros terrenos, es urgente un viraje gubernamental porque, lejos de lo que se afirma de manera regular, el Estado ha venido perdiendo esta guerra.