Usted está aquí: martes 8 de enero de 2008 Opinión “Un retrato de Diego”

Teresa del Conde

“Un retrato de Diego”

El reportaje de Diego López y Gabriel Figueroa Flores intenta  introducir a cualquier tipo de espectador a la obra de tres artistas mexicanos: Diego Rivera, el camarógrafo Gabriel Figueroa y Manuel Álvarez Bravo, bajo cuya dirección –en esta ocasión fílmica– se reunió material en 16 mm., filmado a color, aparentemente bajo la batuta del propio Diego. Gabriel dio con el material enlatado y de allí nació el proyecto. Si la intención fue dar una imagen del pintor en movimiento, lo opuesto es lo que sucede; la monumental presencia del muralista se limita a quedar encuadrado en diferentes ámbitos, incluida la toma en el arco maya del Anahuacalli; él está siempre en posición vertical, ocupado en sus notas dibujísticas, plasmadas en las libretas que llevaba consigo.

Un punto destacado son las vendedoras de flores, predominantemente alcatraces, que forman parte del material original filmado en Xochimilco. Mi cinefilia  no equivale a experticia, pero en cambio  puedo afirmar con alguna seguridad que el guión tiene fallas, a pesar de que los personajes entrevistados echan luces entrecortadas. Ellos son Guadalupe Rivera Marín; José Luis Cuevas, a quien resulta provocativo ver y escuchar; el imprescindible Carlos Monsiváis (es quien más minutos aparece); la simpática, bonita y muy fresca Aurelia Álvarez Urjbatel, hija de don Manuel y Colette, y Margarita Mancilla.

Diego López y Gabriel Figueroa Flores no acertaron con el subtítulo: La revolución de la mirada, más bien pudo ser “la fijación”. Pusieron énfasis en sus respectivos menesteres de directores y en la edición, que incluye fragmentos y stills del camarógrafo, ya que se insertan cortes de varias películas con escenas de Maclovia, El fugitivo, María Candelaria, Enamorada y, la mejor de todas las secuencias, de Macario –en la que se detecta la presencia de Ignacio López Tarso, muy joven en la escena nocturna que prefigura a la muerte, con Pina Pellicer que descubre su cadáver. Se ve un fragmento de Los olvidados, de Luis Buñuel, película de culto, heredera del teatro de la crueldad de Artaud que tanta polémica produjo cuando se estrenó en México, generando la suspensión de su exhibición hasta que al año siguiente obtuvo un premio en el Festival de Cannes.

Afortunadamente, eligieron la secuencia surrealista del sueño de Pedro, las gallinas voladoras y algunos momentos en los que aparece el inolvidable Roberto Cobo en el papel de El Jaibo. Pero el público de las recientes, o no tan recientes, generaciones queda en babia por ausencia de datos y, además, la espléndida música de Rodolfo Halfter no se escucha. A estos cortes se suman proyecciones de conocidísimas fotografías de don Manuel, como Calabaza y caracol (ca. 1928), un fragmento de Muchacha viendo pájaros (1931), El ensueño (la niña apoyada en el barandal de una vecindad), El señor de Papantla, La hija de los danzantes o Biclicletas en domingo. En cambio, a El obrero asesinado se le da pantalla completa.

Algunos comentarios poco afortunados acompañan a La buena fama dormida, que fue tomada en la azotea de la Academia de San Carlos, en tanto, Parábola óptica, mostrada en sus dos versiones, corre con mejor suerte. No creo que se logre del todo la vinculación entre los tres artistas, a pesar de las asociaciones de imágenes, pues a quien mayormente se vinculan los tropeles demujeres indígenas de Figueroa es a Joseé Clemente Orozco, de quien se proyecta el retrato que Edward Weston le tomara.

Es certero haber armado una secuencia entre el autorretrato de Diego Rivera sentado, personificando al arquitecto en la Secretaría de Educación Pública, y la fotografía de éste, por el mismo fotógrafo estadunidense, de la cual deriva a modo de homenaje.

El material nuevo barre fragmentos de  varios murales: Chapingo sin que falte el monumental desnudo de Lupe Marín como La madre tierra, los cadáveres de Zapata y Otilio Montaño dando lugar a la regeneración de vida, o los ojos de buey convertidos en soles.

Creo que las tomas más afortunadas son de la SEP, mientras los murales del cubo de la escalera de Palacio Nacional resultan confusos, en tanto, la figura de la prostituta tatuada en el panel del mercado de Tenochtitlán sirve de introducción al tema de las vendedoras de flores, que intercalan tomas actuales de óleos como La Ofrenda o el desnudo de Nieves,   vista de espaldas, multirreproducida hasta en zapatos tenis. Las imágenes alternan con elementales secuencias de indígenas y cargadores, conservadas en la versión de 1949. De esa época también se conservaron las ollas negras de Oaxaca que fueron objeto de múltiples fotografías. Actualmente, la cámara captó en sentido longitudinal Sueño de una tarde dominical en la Alameda, deteniéndose por unos instantes en el autorretrato de Diego niño tras la protectora figura de Frida, junto a La Catrina de José Guadalupe Posada.

Aunque el filme no llenó mis expectativas, hay que verlo. De allí que dedique esta nota al posible público cinefílico no necesariamente especializado en Diego Rivera. La cinta se estrenó en el festival de cine de Morelia.

 
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