Usted está aquí: lunes 7 de enero de 2008 Cultura Días de radio

Hermann Bellinghausen

Días de radio

Entraron pateando el radio-tocadiscos de fabricación japonesa que hasta entonces, inmóvil en su lugar junto al armario, sobre un butaquito, hablaba y cantaba, anunciaba, denunciaba, peleaba la mañana. Los radios son pájaros de ciudad. Además de romperse en una esquina, el aparato receptor se desenchufó. Su silencio fue más brusco que el ajetreo simultáneo de los agentes que irrumpieron en el departamento (de interés social) sin decir agua va, y mucho menos buenos días.

El hombre de la casa, que estaba por salir a trabajar, encaró al malencarado oficial a cargo del dispositivo o algo así. ¿Orden de cateo? Ja. ¿Qué no leyeron en el Diario Oficial que las patadas tienen permiso de entrar a donde les venga la gana?

–¿Qué buscan aquí? ¿Quién es usted?

El aludido lo miró con displicencia cargada de burla, mientras cuatro hombres vaciaban los libreros a manotazos, volteaban los cojines oaxaqueños del sofá y se distribuían en el baño, la cocina y las dos recámaras.

–Estamos aquí para protegerlo. A usted y su familia.

La mujer de la casa, y dos niños en distintas edades de primaria, uno hijo de ella y el otro de ambos, salieron de la cocina donde desayunaban con las noticias de Hoy por Hoy.

–¡El radio! –dijo el mayorcito, como de 11 años.

–Dejai –le recomendó su mamá, pero el niño no hizo caso y levantó del suelo el aparato.

El padre, con risa entrecortada y tensa, dijo a su compañera:

–Tranquila mi Ruth. Aquí los caballeros están para protegernos.

–¿De qué? –dijo ella, como sí los agentes no estuvieran presentes, como si los hubiera borrado de su vista.

–De nosotros mismos, supongo –ironizó él, dirigiéndose a ella, pero poniendo los ojos en el jefe del operativo, a quien no pareció gustarle el comentario.

De una de las recámaras, la de los niños, salió un agente empuñando unos discos y cartuchos de juegos electrónicos.

–Encontramos esto –dijo muy serio, como en las películas mexicanas de serie B.

El niño que sostenía entre las manos el radio roto como si de un perro atropellado se tratara, dijo, sonámbulo:

–Son mis cosas.

–Eran –ladró el jefe, como malo de Walt Disney robándole un dulce a una criatura–. Son piratas. Y nos las vamos a llevar.

¿Qué tal si sólo estaban en un programa de televisión tipo cámara escondida, de esos reality shows abusivos, pero breves, que tanto divierten a las audiencias masivas? A lo mejor escogieron esta casa, y al ratito pedían disculpas, se reían, y les aseguraban que los daños serían reparados por la empresa, que gracias por participar.

Otro agente trajo unos devedés, también piratas. Ya ven que eso es el cine del pueblo, pues ya no hay salas para pobres como aquellos Cosmos, Palacio Chino, Tacuba, Estadio, Balderas. Puros cinemas más caros que la chingada. Y ya ven que a la gente le gustan mucho las películas. Está en la idiosincrasia nacional. Se trataban de novedades de la cartelera. Ajá. Con que la Tepito Connection. Infantiles. Peligrosísimas.

–La mercancía ilegal es un robo a las empresas –sentenció el oficial.

–Ladrón que roba ladrón –masculló el hombre de la casa. No se caían bien, definitivamente.

Tras asegurarse de que el departamento había quedado hecho un desastre y el mensaje estaba claro, el jefe ordenó a sus hombres la retirada. A manera de despedida, soltó:

–Por cierto. Al llegar alcancé a escuchar qué programa tenían. Para la próxima precuren sintonizar otras cosas. Más constructivas. Sólo es un consejo de amigo. ¿Cómo que Carmen Aristegui?

–Ya vas Barrabás –dijo a través de sus dientes apretados el hombre de la casa. Volteó a Ruth y añadió:

–Oye vieja, qué bueno que nos están cuidando el cerebro, ¿no? “El gobierno de la República cumple”, como dicen los anuncios.

Ella, que no estaba de humor, se puso de inmediato a levantar el tiradero.

Iban a llegar tarde, papá al trabajo, y los niños a la escuela. Algo muy ilustrativo sobre el lugar que ocupan el trabajo y la educación respecto de las prioridades de seguridad y orden del Estado.

 
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