Usted está aquí: lunes 7 de enero de 2008 Opinión Irma Salinas Rocha

Abraham Nuncio

Irma Salinas Rocha

Ampliar la imagen La escritora regiomontana La escritora regiomontana Foto: Luis Humberto González

Sólo el arte de la biografía puede entregar los matices sutiles del drama que entraña la vida de aquellos seres que alcanzan la dimensión de personajes.

Irma Salinas Rocha, recientemente fallecida, fue sin duda un personaje que contrastó con sus obras y libros la existencia de una elite social intolerante, hipócrita, conservadora a veces y reaccionaria en otras, con inclinaciones aristocráticas cada vez más acentuadas, absorta en la acumulación de poder y riquezas, y ayuna de otros proyectos que los de su regalo e imagen personal. Las muy pocas excepciones, entre las que se contó, son la confirmación de la regla. Espero que un día alguien llegue a escribir la biografía de esa mujer excepcional.

Acudí a su sepelio en los cuidados jardines de su casa, en la colonia Del Valle, y después a una misa ofrecida en la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles. Allí me esperaba, como a todos, una sorpresa.

Cristina Sada Salinas, una de sus hijas, hizo la lectura del panegírico. Como inspiradas en el espíritu de Irma (una doña en el mejor sentido del término, pero jamás abandonada por un halo de Shirley Temple), las palabras que dijo nunca antes se escucharon en un lugar así y será muy difícil que se vuelvan a escuchar. A su actitud abierta, tolerante, incapaz de discriminar a nadie por su condición social o cultural o bien por sus creencias; a su humildad y respuestas valientes y generosas, y a su lucha contra la exclusión y la injusticia, se añaden su sólido compromiso social y su indeclinable coherencia política.

“En la elección pasada –dijo Cristina–, el controvertido candidato sí se perdió de un posible voto en su favor emitido por ella, porque mamá, con sus 85 años, pensaba hacer fila y votar por lo que ella veía (bien o mal concebido) como un posible giro de esperanza para los más pobres de México (…) Las fuertes críticas a su candidato por parte de la familia no la detenían en su propósito, sólo la salud, que sí le falló ese día, para cumplir su deber ciudadano”. Ese propósito lo había compartido con su compañero, el articulista Carlos Ortiz Gil, muerto un año antes.

A esa referencia, que cimbró los muros de la iglesia, Cristina Sada añadió otra: “Mamá apoyó y se identificó con una causa aún poco popular (…) Con la causa de luchar en favor de los derechos humanos en nuestro país, y por lo mismo se relacionó e identificó con doña Rosario Ibarra de Piedra y con sor Consuelo Morales, de CADHAC. De haberse enterado, hoy seguramente le hubieran dolido en el alma los acontecimientos alrededor del caso de Lydia Cacho y las decisiones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación”.

En las jornadas electorales de 1988 y 1994, Cuauhtémoc Cárdenas, el candidato del Frente Democrático Nacional, primero, y después del Partido de la Revolución Democrática, encontró apoyo en la casa de Irma Salinas Rocha.

Pero las preferencias políticas de Irma Salinas se remontaban, de manera explícita, a la irradiación del Concilio Vaticano II. Ella abrazó el ecumenismo conjuntamente con el pastor bautista Abraham Alfaro, su segundo esposo. De este impulso queda como testimonio el Centro Social Benjamín Salinas Westrup, una institución que atiende diversas necesidades de un sector de bajos ingresos en el norte de Monterrey. La opción por los pobres, consigna de esa nueva corriente alentada por el papa Juan XXIII, Irma la tradujo en solidaridad con proyectos que a su manera la suponían: la Oficina de Investigación y Difusión del Movimiento Obrero AC, la editorial Claves Latinoamericas, presidida por Raúl Macín, y La Jornada (ella fue entusiasta adquirente de la obra de arte que sirvió a nuestro diario en su arranque).

Su ruptura con el núcleo industrial de la ciudad por el conflicto familiar con los dueños de Vitro (su primer esposo, Roberto Sada Treviño, hijo del directivo de esa empresa, había muerto trágicamente y el reparto de las acciones, a la muerte de éste, fue desigual y objeto de maniobras oscuras, según la percepción de Irma Salinas) hizo aflorar antiguas y reprimidas convicciones y la convirtió en la dueña de una pluma crítica.

Esa conducta resultaba extraña, sobre todo para los patrones morales que prevalecen en el municipio de San Pedro Garza García. Nacida en el seno de una familia guiada por un industrial próspero, don Benjamín Salinas Westrup, fundador con el profesor Joel Rocha Garza de un complejo industrial y comercial cuyo rostro más visible era la cadena de tiendas Salinas y Rocha, Irma pronto se supo miembro de una minoría –sus padres y sus familias eran bautistas– que debió padecer intolerancia y agresiones de católicos fundamentalistas.

El aprendizaje bíblico y las prácticas de solidaridad con los desprovistos (pobres, invidentes, quebrados) que vio en sus padres, Irma lo convirtió en experiencia propia puesta al día. Después de los libros donde hizo la radiografía de su círculo social, donde ella, por principio, se expone (Tal cual, nostro grupo) en la medida en que se va extenuando su labor periodística sostenida a lo largo de tres lustros, su escritura, como dijo su hija Cristina, se tornaría más intimista.

De esta forma escribiría las biografías de su padre y madre. En ambas, pero sobre todo en la que recupera la imagen de don Benjamín Salinas Westrup, se adentra en diversas historias: de la masonería, la Iglesia bautista, la Revolución en aquellos episodios que tuvieron por escenario Monterrey, las luchas entre obreros y empresarios y entre éstos y el gobierno de Lázaro Cárdenas, la política de sustitución de importaciones... 

Irma nunca dejó de escribir. Herencia de su abuela, a sus amigos y, sobre todo, a sus hijos les dirigía con frecuencia largas cartas y mensajes varios, precedidos de entusiasmo y amor por la vida. Quizá en estas dos palabras pudiera caber su biografía: entusiasmo y amor. Ambos los prodigó sin reservas: hacia los demás; hacia el Dios de los cristianos en cuya fe nació, creció y murió, y hacia la naturaleza. El reverso de esta actitud, pese a su alegría crónica, fue la sagrada ira que de ella se apoderaba ante lo que veía como injusticia. Hasta donde sé, la inmovilidad del coma que antecedió a su muerte fue el único obstáculo que le impidió seguir dictando sus memorias. Lo avanzado de sus padecimientos había alejado su mano de las hojas amarillas donde solía redactar.

A pesar del lugar donde su hija Cristina se refirió a lo insular de la conducta de Irma Salinas Rocha, el aplauso vibrante de los presentes una vez concluido el panegírico me confirmó en la convicción de que la fuerza vital del personaje que así era despedido había empezado a poblar la memoria colectiva.

 
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