Cuba, el campo y la autogestión
En el nuevo plan de restructuración de la economía cubana se hace hincapié –con justa razón– en el desarrollo agrícola-ganadero para cerrar la brecha creciente que existe entre las necesidades de la isla en alimentos de calidad y una producción desigual e insuficiente, lo cual impone importaciones cada vez más onerosas. Por supuesto, sin estar en la isla para recorrer las diferentes zonas agrarias, sin tener un conocimiento directo de las estadísticas recientes del sector y sin poder discutir con los responsables de las nuevas políticas, me arriesgo a dar opiniones muy generales, en buena medida irresponsables y, en el mejor de los casos, a exponer verdades de perogrullo. Pero peor es callar porque opinar a tiempo, en vez de limitarse a confiar ciegamente en la sabiduría política y técnica de los responsables políticos, para sólo años después juzgar los resultados, es un deber elemental que impone la solidaridad con el pueblo cubano.
La economía de Cuba, y en particular el campo, sufre los efectos combinados de tres huracanes devastadores: el bloqueo estadunidense, que lleva más de cuatro décadas; los efectos terriblemente destructivos del “modelo” burocrático de tipo soviético (con su centralización excesiva, su voluntarismo irresponsable, su falta de previsión histórica y su desprecio por los costos económicos, sociales y ambientales) y, por último, el impacto del enorme aumento de la factura petrolera sobre un país que es importador neto de combustible y cuya economía se ve obligada a depender en buena medida del turismo (que sufre a su vez las consecuencias tanto de la disminución de los ingresos reales de los sectores europeos y canadienses que visitan Cuba como de la creciente inquietud política mundial).
El bloqueo subsistirá y, previsiblemente, se agravará cualquiera sea el nuevo presidente de Estados Unidos, pues el enemigo de Cuba no es sólo Bush sino el imperialismo que defienden tanto republicanos como demócratas. Pero Cuba, hasta ahora, incluso después del inglorioso derrumbe del “socialismo” de la burocracia soviética, ha sabido burlar, mal o bien, el bloqueo y, a un costo enorme, lo ha superado. Y la evolución del mercado mundial de materias primas –incluso si la crisis estadunidense llevase a una reducción del consumo de combustibles y, por tanto, el petróleo costase alrededor de 85 dólares por barril– será en el futuro próximo desfavorable para Cuba y los demás países dependientes importadores de combustibles y, además, no puede ser controlada desde la isla. De modo que lo que es posible hacer ahora es cambiar radicalmente el modelo de producción agrícola-ganadera y otorgarle prioridad al campo. Sin producción no hay distribución, pues Cuba no se puede permitir la importación constante y masiva de alimentos.
El país, por otra parte, desde hace más de medio siglo concentra su población en las ciudades aunque pudo evitar con sus reformas agrarias la urbanización salvaje de tipo mexicano o brasileño. La agricultura urbana podrá quizás paliar parcialmente la escasez de hortalizas y verduras en La Habana, pero la alimentación de las ciudades en cereales, frutas y carne porcina y vacuna depende de la productividad de los campesinos. La credibilidad y solidez de la revolución cubana dependen a su vez de la alianza entre aquéllos y los consumidores urbanos, que deben además producir no sólo los insumos necesarios para la producción rural, sino también todos los bienes y servicios que los campesinos necesitan para sentir que pueden vivir bien sin tener que ir a las ciudades. El reciente informe de Raúl Castro demuestra que el gobierno cubano comprende que está frente a un problema político que necesita una solución urgente, pues de su solución depende, literalmente, la continuidad de la revolución, ya que las capas más ancianas de la población urbana conocieron el pasado batistiano y fueron beneficiadas por la revolución, pero las más jóvenes nacieron políticamente en la crisis aguda que vive Cuba desde el “período especial” o se educaron en un sistema burocrático particularmente fuerte en los años 70 y 80.
Un campesino productor –no un obrero agrícola en una granja estatal, con sus estructuras y jerarquías, horarios, salarios y disciplina– no se inventa y no es posible llevar al campo la población improductiva y excedente de las ciudades. La experiencia en la antigua Yugoslavia, en la Voyvodina, república de Serbia, muestra que la productividad maicera de los campesinos, en esa zona de tierras buenas regadas por el Danubio, puede ser superior a la mayor obtenida en Estados Unidos con muchos más insumos. La cercanía del mercado consumidor y un buen sistema de transportes permitieron el florecimiento de prósperas cooperativas agrícolas que alimentaban a otras regiones yugoslavas o exportaban sus productos. La clave del éxito era la autogestión, más los métodos modernos de administración de la empresa colectiva y un apoyo estatal adecuado en fletes e insumos. Ése fue el factor dinamizador que permitió que la región, destruida por la guerra contra el nazismo, se convirtiera en un granero. Sobre este tema avanzaremos en la próxima nota.