Derecho y guerra
Ampliar la imagen El Ejército sólo buscaba pretextos para atacar a los zapatistas Foto: Víctor Camacho
Camacho y Lomelí nos dicen en “Acteal: algunos trasfondos del debate (La Jornada, 22/12/07)” que “ante una masacre como la ocurrida, donde las acciones fueron colectivas, es difícil, según han señalado los especialistas, determinar quién disparó a una persona en específico y quién no; es un crimen en colectivo contra un colectivo”. Precisamente por ello es que enredarse, como hace el Centro de Investigación y Docencia Eeconómicas (CIDE), en la defensa puntillista de los procedimientos penales del caso Acteal es caer en una trampa diabólica.
Al aplicar el derecho y perseguir los delitos existe una diferencia radical entre situaciones de paz y guerra. En tiempos de paz la violencia social se manifiesta de modo individualizado, y en un porcentaje alto de los casos es posible establecer responsables individuales para cada hecho violento. En este contexto se deben aplicar los principios de debido proceso y presunción de inocencia. Su estándar debe ser muy alto: cualquier duda respecto de la responsabilidad individual debe resolverse declarando la inocencia del acusado. Cosa distinta ocurre en situaciones de guerra. Aquí la violencia se da de modo colectivo, y la determinación de responsabilidades individuales se vuelve difícil, cuando no imposible. Aplicar en estos casos un estándar alto de presunción de inocencia conllevaría la absolución automática de todos los implicados. Hay una notable excepción: la de quienes están al mando de los grupos armados. Los tribunales que juzgan crímenes de guerra no suelen procesar combatientes individuales, sino a quienes los dirigen. Pero de nueva cuenta el carácter colectivo de las acciones de guerra impide determinar claramente una responsabilidad criminal individualizada. Por ello los mandos de las bandas armadas no son juzgados por homicidios o lesiones específicas. Se les juzga por provocar el estado de guerra y por ordenar o permitir homicidios y lesiones.
Veamos el artículo 37 del Código Penal federal, que castiga el delito de rebelión. El segundo párrafo de esa norma señala: “los rebeldes no serán responsables de los homicidios ni de las lesiones inferidas en el acto de un combate…” El Legislativo reconoce aquí el problema de establecer responsabilidades individualizadas y elimina la responsabilidad penal. Pero la misma norma afirma que la responsabilidad de los mandos es grave. A renglón seguido, agrega que de los homicidios y lesiones que se causen fuera de combate “serán responsables tanto el que los mande como el que los permita y los que inmediatamente los ejecuten…” Primero es responsable el mando que ordena o permite, y sólo después (si es posible determinar la responsabilidad individualizada) quien ejecuta.
Aun para hacer la guerra hay reglas. Toda guerra sucia es de suyo ilegal. En combate, cuando la violencia colectiva está desatada, matar y herir no es delito. Fuera del combate, matar y herir es un crimen. Ésta es la situación del caso Acteal, de acuerdo con todos. Inclusive, Aguilar Camín reconoce que luego de una supuesta batalla los agresores siguieron atacando a civiles indefensos (Nexos, diciembre 2007, y programa Espiral del 17 de diciembre de 2007 en Canal 11). De este tipo de delitos el primer responsable es quien los ordenó o quien los permitió. En Acteal, de acuerdo con la versión del propio Aguilar Camín, quienes permitieron esos ilícitos fueron las autoridades municipales de Chenalhó y los gobiernos de Chiapas y de la República (Nexos, noviembre de 2007).
La existencia material de los paramilitares en Chiapas ha sido probada multitud de veces en informes de organismos defensores de derechos humanos y reportes de prensa confirmados. Hay noticias ciertas de que la Secretaría de la Defensa Nacional elaboró en 1994 un Plan de Campaña, que incluía la formación de grupos civiles armados leales al gobierno, como parte de su estrategia para vencer a los rebeldes zapatistas (Marín, Delgado y M. Scherer, Proceso 1105 y 1106, enero de 1998. Marín, Milenio Semanal 172, 1/01/01). El gobierno federal ha evadido sistemáticamente este tema, porque aceptar que existe una relación entre ese plan de campaña militar y los paramilitares sería confesar que ignoró la Constitución, que obligaba a la Presidencia de la República a solicitar al Congreso una ley de suspensión de garantías que le indicase cómo enfrentar a los rebeldes en 1994 y, luego de 1995, que violó la Ley para el Diálogo, aprobada por el Congreso en 1995.
Esta última norma reconoce lo que Camacho y Lomelí dicen: en Chiapas estamos ante hechos de violencia colectiva, que no pueden ser atendidos con el sistema legal propio de los tiempos de paz. La Ley para el Diálogo es una disposición de tiempos de guerra, pero no suspende garantías. Hace algo mejor: establece un mecanismo de negociación complejo, que permita detener las hostilidades ya desencadenadas y atender los problemas sociales que originaron la insurrección indígena. Precisamente esto hace más grave su violación por parte de la administración de Ernesto Zedillo, quien permitió que bandas armadas leales a su gobierno atacaran al zapatismo y a cualquier otro opositor, minando el proceso de diálogo ordenado por la ley. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) abandonó las conversaciones en septiembre de 1996, señalando como causa las acciones paramilitares de Paz y Justicia. Suspendidas las negociaciones, el Ejército buscaba una excusa para atacar abiertamente a su enemigo. Los ataques de las bandas armadas en Chenalhó buscaban eso exactamente: una respuesta de los zapatistas, que justificara un contrataque. Correctamente, la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) denunció la estrategia del Ejecutivo (véanse los testimonios de Martínez Veloz en La Jornada).
La Ley para el Diálogo de 1995 refleja dos realidades contradictorias. Una, la voluntad pacifista de la sociedad mexicana, que desde 1994 (y hasta ahora) se ha opuesto tanto a la violencia revolucionaria del EZLN como a la represión gubernamental. Otra, el fracaso del intento de Zedillo por descabezar la insurgencia zapatista en febrero de 1995. Ambas realidades ayudan a entender lo que es “políticamente correcto” en el México posterior al zapatismo. La insurrección del EZLN ha sido reconocida como legítima por el Congreso de la Unión. Por tanto, más allá de su ilegalidad, los rebeldes, su causa y su agenda social pueden ser (y son) aceptadas públicamente por la mayoría de los mexicanos.
Se trata, sin duda, de una situación enojosa. La Ley para el Diálogo regula una situación de excepción. La decisión de Zedillo y del Ejército Mexicano de violarla, apoyando a los paramilitares, ha obligado a mantener la situación de excepción por tres lustros. La situación es especialmente molesta para personas que hace mucho abjuraron de la vía de las armas, luego de tomarlas (como Hirales) o pese a nunca haberlo hecho (Aguilar Camín). Esto explica la virulencia con que estos intelectuales quieren demostrar la “culpabilidad” zapatista en toda la violencia chiapaneca. No entienden que el Congreso ordenó suspender la persecución penal de culpables y dialogar. No entienden que si hay un culpable, es el Ejecutivo federal por desobedecer una orden directa de la soberanía democrática.
La situación de excepcionalidad jurídica de Chiapas también molesta a los abogados formalistas, como los del CIDE. Al tomar la defensa de los asesinos de Acteal, presentan su caso como paradigma de la injusticia del sistema penal mexicano. No puede ser paradigma, porque Acteal nace de una situación de excepción por vía doble: primero, la excepcionalidad regulada por la Ley del Diálogo, y, segundo, por la excepcionalidad creada por la violación que hizo Zedillo de esa ley. Si el CIDE no comprende esto será, lo quiera o no, cómplice de una de las partes beligerantes (el gobierno federal) en un conflicto armado que no se ha resuelto.