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Por una crítica del malestar* (I DE II)
I
Bien se sabe que la formación cultural de nuestros caballeros teatrales, como la llamaba Steiner, es cuando menos sospechosa: labrada a golpes de escenario, emanada de la más elemental intuición, la crítica en el teatro mexicano es cosa de unos cuantos, generalmente recelosos en la sombra social aunque solazados en el pírrico poder de la plana periodística. Hay que decir además que la prosa crítica en el medio teatral mexicano está marcada por la ausencia de un signo en quien la emite y en quien es objeto del análisis: el malestar. No me refiero al malestar personal, a la tirria de quien ve en el hacedor a un petulante sin remedio y al comentarista como un amargado con más de una tara sexual; ése existe, pero no vale la pena adentrarse, ya bastante olor a podredumbre hay en el lobby y el corredor. Digo malestar por decir el escozor marcusiano (Marcuse subvirtió a Freud, como todos debemos hacerlo un día de éstos) ante la autorreferencia perpetua, traducida irremediablemente en la amputación del sentido crítico. Esta amputación liga al ejercicio crítico con el sentido de pérdida y de parvedad; poner en crisis el objeto artístico debiera ser entonces también la expresión de un malestar y el clavo que apuntale definitivamente el sentido de un edificio teatral. Quien critica señala el sitio de una ausencia, la de sentido, sin la cual es difícil entender la necesidad de someter el juicio y la expresión a las leyes subjetivas y arbitrarias de la expresión artística y, en un sentido más amplio, de la propia condición de habitar la existencia. En este vacío se inscribe la idea de la escritura como el síntoma visible de un discurso más que de un autor en el sentido anacrónico del término: dueño de verdad, iluminador de lo indescifrable, sabio descendido de los cielos para sobrevolar la conciencia de sus otros inferiores. Si algún legado impostergable debemos leer en el postestructuralismo de la segunda mitad del siglo xx, es el derribamiento de la figura del autor de su pedestal totémico e intocable. Escribir ya no persigue la totalidad centralista, sino deslizarse por las comisuras para tratar de dotar a su ejercicio de significado. Escribir crítica, más aún, propone a los bordes como la única vía ante la muerte del autor como creador de un universo sin fisuras. Escribir crítica teatral, si somos todavía más específicos, es justamente posar la mirada sobre un acto efímero, apremiar el diálogo con el claroscuro más que con la luz, fijar en el lenguaje la experiencia epidérmica de comparecer ante la sala teatral. Escribir crítica de teatro implica la conciencia demoledora de saber que la autoralidad como categoría está muerta, y que esta muerte se ha llevado consigo toda pretensión de trascendencia en el mero acto de ejercer un oficio milenario –el de escribir, el de criticar, el de jugar al teatro. Sabernos vacuos e incompletos, perdedores desde el origen de una batalla contra la finitud, se traduce desde luego en un malestar.
II
¿Pero es posible escribir una crítica desde el malestar? Poéticamente por supuesto que sí, no hay lugar a dudas, pero no si dejamos de lado por un momento los romanticismos y hablamos exclusivamente en términos de praxis. Escribir el correlato crítico del malestar conlleva la plena seguridad de saber que, hacerlo, en un sentido utilitario y por ello un tanto cuanto mezquino, no sirve gran cosa; no nos ganan los favores carnales de una actriz, ni la complicidad tabernaria de los funcionarios culturales, ni la camaradería beatífica de un gremio embelesado desde siempre por su reflejo en el agua. Antes dibuja sarpullidos y detona bilis; nunca a nadie le ha gustado que se denuncie la sintomatología de sus dolencias más profundas. Queda poco terreno para batir la pluma, pero habría que aprovecharlo; ganar para la crítica escénica el testimonio múltiple de quien todo lo ve desde la orilla, entre sombras. Y esto sitúa el ejercicio crítico en un espacio determinado, configura su lugar en una cartografía hipotética, pero también absolutamente cierta.
(Continuará)
* Texto leído en el marco del Coloquio de Teatro Mexicano Contemporáneo, efectuado en el Centro Nacional de las Artes en otoño pasado.
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