Benazir Bhutto
Aun aquellos que tajantemente criticamos el comportamiento y las políticas de Benazir Bhutto mientras ocupó el cargo de primera ministra y también en épocas recientes, estamos pasmados y furiosos por su muerte. La indignación y el miedo merodean de nuevo el país. Es esta extraña coexistencia de despotismo militar y caos lo que provocó las condiciones que condujeron a su asesinato en Rawalpindi el día de ayer. En el pasado, el régimen militar fue diseñado para preservar el orden, y lo hizo por algunos años, pero ya no. Hoy crea desorden y promueve el menosprecio de las leyes. ¿Puede alguien explicar el despido del magistrado en jefe y otros ocho jueces de la Suprema Corte por intentar que los aparatos de inteligencia del país y la policía rindieran cuentas ante la Corte? Su remplazo carece de estructura para hacer algo, ya no digamos conducir una averiguación apropiada sobre las malas acciones de las agencias que pudiera descubrir la verdad que subyace tras el cuidadosamente organizado asesinato de una líder política importante. ¿Cómo puede Pakistán ser otra cosa que una conflagración de desesperaciones? Se asume que los asesinos eran fanáticos de la jihad. Esto puede ser cierto, pero ¿actuaron por cuenta propia?
Benazir, según su gente cercana, había estado tentada de boicotear las falaces elecciones, pero carecía de la valentía política para desafiar a Washington. Tenía, eso sí, mucho coraje físico y no se dejaba intimidar por las amenazas de sus oponentes locales. En un mitin electoral en Liaquat Bagh, se dirigió al público. Es éste un espacio popular que tomó su nombre del primer ministro Liaquat Ali Khan, primero en asumir el cargo, quien fuera ultimado en 1953 por Said Akbar, un asesino solitario, al que mataron de inmediato a balazos por órdenes del oficial de policía implicado en la confabulación. No lejos de ahí, se alzó alguna vez lo que fuera una estructura colonial donde eran encarcelados los nacionalistas: la cárcel de Rawalpindi. Ahí, fue ahorcado en abril de 1979 el padre de Benazir, Zulfiqar Ali Bhutto. El tirano militar responsable de su crimen judicial se aseguró de que el sitio de la tragedia fuera destruido también. La muerte de Bhutto envenenó las relaciones entre su partido (el Partido Popular de Pakistán) y el ejército, por lo que los activistas, particularmente en la provincia de Sind, fueron brutalmente torturados y humillados. En ocasiones llegaron a desaparecerlos o asesinarlos.
La turbulenta historia de Pakistán, resultado de un dominio militar continuo y de alianzas globales antipopulares, hoy confronta a la élite dominante ante serias disyuntivas. No parece haber, para nada, propósitos positivos. La abrumadora mayoría de la población desaprueba la política exterior del gobierno. Está furiosa por la falta de una política interna seria, porque la actual únicamente enriquece a una élite voraz y enquistada que incluye a los inflados y parásitos militares. Hoy esta mayoría mira indefensa cómo asesinan a los políticos frente a ella.
Ayer, Benazir había sobrevivido al bombazo, pero cayó muerta por las balas que llovieron sobre su automóvil. Los asesinos, sabedores de su fracaso en Karachi el mes pasado, buscaron asegurarse esta vez. La querían muerta. Ahora es imposible que una elección, inclusive fraudulenta, se lleve a cabo. Tendrá que posponerse y, sin duda, el alto mando contempla la posibilidad de aplicar otra dosis de régimen militar si la situación empeora, lo cual puede ocurrir muy fácilmente.
Lo que ha pasado es una tragedia de muchas capas. Es una tragedia para un país que se encamina a muchos más desastres. Torrentes y cataratas espumosas nos esperan más adelante. Es, además, una tragedia personal. La casa de la familia Bhutto ha perdido a otra de sus integrantes. El padre, dos hijos y ahora una hija, han fallecido de muertes no naturales.
Conocí a Benazir en la casa de su padre en Karachi cuando apenas era una adolescente ávida de diversiones, y después volví a tratarla cuando fue a Oxford. No era una política natural; siempre quiso ser diplomática de carrera, pero la historia y la tragedia personal la empujaron en otra dirección. La muerte de su padre la transformó. Se volvió otra persona, decidida a enfrentar al dictador militar de entonces. Vivía en un pequeño apartamento en Londres, donde discutía interminablemente sobre el futuro del país. Estaba de acuerdo en que la reforma agraria, los programas de educación masiva, los servicios de salud y una política exterior independiente eran fines positivos, constructivos y cruciales si queríamos salvar al país de los buitres con y sin uniforme. Su base electoral era pobre y eso la enorgullecía.
Cambió de nuevo al convertirse en primera ministra. En los primeros tiempos solíamos discutir y en respuesta a mis numerosas quejas ella decía que el mundo era lo que había cambiado. No quería estar del “lado equivocado de la historia”. Y así, como muchos otros, hizo la paz con Washington. Fue esto lo que finalmente condujo al arreglo con Musharraf y a su retorno a casa tras 10 años de exilio. En algunas ocasiones en el pasado me dijo que no tenía miedo a la muerte. Era esto uno de los peligros de jugar a la política en Pakistán.
Es difícil imaginar que algo bueno surja de esta tragedia, pero hay una posibilidad. Pakistán necesita desesperadamente un partido político que pueda hablar en favor de las necesidades sociales del grueso de la población. El Partido Popular fundado por Zulfiqar Ali Bhutto fue obra de los militantes del único movimiento popular de masas que el país haya conocido: estudiantes, campesinos y obreros que lucharon durante tres meses entre 1968 y 1969 por derrocar al primer dictador militar. Que el pueblo lo vea como su partido y la emoción de esas luchas persiste en algunas partes del país hasta hoy, a pesar de todo.
La horrenda muerte de Benazir debería darle a sus colegas la pausa necesaria para reflexionar. Depender de una persona o una familia puede ser necesario en ocasiones, pero es una debilidad estructural para la organización política, no una fuerza. El Partido Popular necesita una refundación que lo convierta en una organización moderna y democrática, abierta al debate honesto y a la discusión, que defienda los derechos sociales y humanos, y que una a los muchos y dispersos grupos e individuos que hoy desesperan en Pakistán por una alternativa decente y compartida que además proponga soluciones concretas que estabilicen el Afganistán devastado por la guerra. Esto se puede y debe hacerse. No se le debe pedir a la familia Bhutto mayores sacrificios.
Traducción: Ramón Vera Herrera
*Tariq Ali, historiador, escritor y director de cine paquistaní. Su próximo libro The Duel: Pakistan on the Flightpath of American Power (El duelo: Pakistán en el derrotero aéreo del poder estadunidense) será publicado por Scribner en 2008