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“Tú, de socio asociado en sociedad” La Canción puertorriqueña de Nicolás Guillén bien podría referirse al México del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN): “Qué suave honor andar del brazo,/ brazo con brazo del Tío Sam (...)”,habrán pensado Salinas y los suyos cuando amarraron el acuerdo. Porque para ellos el tratado era la cereza del pastel de la política desreguladora; cúspide de un modelo económico que apuesta por la apertura comercial y el recule del Estado como palancas del crecimiento, joya de la corona de una geopolítica que debía sacarnos de una vez por todas del andrajoso Sur y llevarnos por siempre al refulgente Norte. El TLCAN era el sueño americano de los tecnócratas que hablan en español pero piensan en inglés: “En qué lengua me entiendes,/ en qué lengua por fin te podré hablar,/ si en yes,/ si en sí,/ si en bien,/ si en well/ si en mal,/ si en bad, si en very bad”. A la sombra del tratado aumentó la inversión extranjera directa, se cuadruplicó y diversificó nuestro comercio exterior y pasamos de vender petróleo y productos agrícolas a exportar también y principalmente bienes industriales. Pero el conjunto de la economía apenas creció y los efectos expansivos del acuerdo se agotaron hace más de siete años, como reconoció el propio Fondo Monetario Internacional (FMI) en un estudio de 2005. Por si fuera poco, el TLCAN y la estrategia de la que forma parte provocaron desarticulación y desnacionalización de la economía y han tenido un escandaloso precio social. El costo mayor fue un persistente desbarajuste rural que nos está dejando sin campo y sin campesinos. Pero, ¿quién tiene en agonía al agro mexicano?, ¿fue acaso un crimen imprudencial o por omisión? Todo indica que no, que asestaron la puñalada con premeditación, alevosía y ventaja, porque Salinas y los suyos sabían que el mundo rural sería el gran perdedor y decidieron fríamente que los campesinos pagaran el costo. El premio de consolación, empleos en la industria y los servicios, resultantes de la impetuosa expansión que seguiría a la firma del acuerdo, nunca llegó, pues la economía apenas ha crecido, y del millón y pico de jóvenes que cada año se incorpora al mercado de trabajo, menos de un tercio encuentra empleo formal, otro tercio se sumerge en la economía subterránea y los demás –600 mil mexicanos on the road– se van al jale en el gabacho. El campo tronó por muchas cosas; una de ellas, el desastroso deterioro de los términos de intercambio entre agricultura e industria. Todavía a principios de la década de los 90 los precios recibidos por los productores rurales crecían más rápido que los que pagaban, pero al entrar en vigor el TLCAN las tendencias se invirtieron y año tras año los bienes agropecuarios se devalúan en relación con los industriales. El caso más dramático es el del maíz y el frijol, cuyos precios reales se redujeron en casi 50 por ciento durante los primeros 10 años del tratado. Así, para obtener los mismos bienes no agropecuarios el campesino tiene que entregar una porción cada vez mayor de lo que produce. Y el agro se descapitaliza. La conocida Ley de San Garabato: comprar caro y vender barato, se encona en los tiempos del TLCAN. ¿Y el gobierno? Bien, gracias. “Uno de los principales logros del tratado fue impedir a México recurrir a políticas proteccionistas –sostiene el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA, por sus siglas en ingles) en una evaluación de 1997–. El tratado se convirtió en un candado que cierra la puerta e impide dar marcha atrás en las reformas”. Y efectivamente, las políticas públicas de las cuatro anteriores administraciones han mantenido la ortodoxia neoliberal. El gasto fiscal destinado al campo incluso aumentó, pero las políticas pasaron de ser integradoras (desarrollo por cuencas, visión sectorial de paraestatales como Inmecafé o Tabamex) y de fomento (incluso a la economía campesina y las regiones en desventaja) a ser acciones desarticuladas, “concursables” y polarizantes por las que se capitaliza a los que más tienen y se consuela a los pobres con trapitos calientes y subsidios al consumo: los productores privilegiados del noroeste, por ejemplo, reciben de Procampo 40 por ciento más que los marginados del centro y el sureste. Y si el FMI reconoce el agotamiento general del TLCAN, en un balance del 2002 el Banco Mundial admite el fracaso del tratado en el campo. “Se puede decir que durante el último decenio el sector agrícola (mexicano) fue objeto de una de las reformas estructurales más drásticas, como la liberalización completa impulsada por el TLC. La eliminación de controles de precios y la reforma constitucional sobre la tenencia de la tierra, pero los resultados han sido decepcionantes(...) ” y es que, constata el organismo multilateral, en el agro se estancó el crecimiento, no hay competitividad externa y aumentó la pobreza. En consecuencia, cada vez es más lo que se importa comparado con lo que se exporta y, al renunciar a la soberanía (el tratado “candado”, del que habla USDA), los gobiernos de México renunciaron también a la seguridad alimentaria. El campo sigue produciendo, pero polarizado en un norte tan impetuoso como excluyente y un sur cada día más deprimido. Y si el agronegocio maicero del noroeste puede competir pues está integrado a las trasnacionales, cuadruplicó sus rendimientos en una década y acapara los subsidios gubernamentales, el centro y el sur se encuentran productivamente estancados, y las familias campesinas dependen cada vez más de actividades no agrícolas y, sobre todo, de las remesas de los migrados y del subsidio asistencial del gobierno. Ningún acuerdo de comercio impulsa la justicia social pero el nuestro con el Norte es particularmente perverso. Un ejemplo: cuando los campesinos de acá migran a Estados Unidos –frecuentemente sin papeles pues los flujos laborales no fueron liberalizados en el TLCAN– se reducen los costos de las cosechas agrícolas de California y otras entidades estadunidenses, al ser levantadas por mexicanos “baratos” y desprotegidos. Pero, paradójicamente, se encarecen nuestras cosechas aquí, pues el éxodo rural y las remesas en dólares provocan escasez de brazos y alza de los salarios rurales mexicanos. Con esto no aumentan las remuneraciones agrícolas generales en la zona del TLCAN, pues los migrantes presionan a la baja los salarios mayores de allá, pero sí se erosiona nuestra mayor (y vergonzosa) ventaja comparativa agropecuaria, la abundancia y baratura de la mano de obra rural. Resumiendo: la más exitosa línea de exportación mexicana producto del TLCAN no fueron los automóviles, los electrodomésticos o las hortalizas, sino las personas. Alrededor de 6 millones de compatriotas por los que en los tiempos del tratado han ingresado al país alrededor de 100 mil millones de dólares provenientes de sus ahorros. Y no nos da vergüenza. ¿Qué es, entonces, el TLCAN?: “Soga y cuello, apenas nada más” (Nicolás Guillén). |