Usted está aquí: lunes 17 de diciembre de 2007 Opinión Aprender a morir

Aprender a morir

Hernán González G.
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Derechos del moribundo

Hay unos derechos –si no reales en los más de los casos, por lo menos deseables en todos–, del moribundo, al que el texto original se empeña en denominar “enfermo moribundo”, identificando erróneamente los casos de terminación natural de la vida o deterioro normal del organismo con enfermedad.

Tengo derecho a ser tratado –comienza la lista– como una persona humana hasta en el momento de la muerte. Tengo derecho a conservar un sentimiento de esperanza, cualquiera que sea el cambio que me pueda sobrevenir –infiriendo gratuitamente que todo moribundo se resiste a morir y temeroso antepone una esperanza de vida, independientemente de la calidad de ésta.

Tengo derecho a expresar a mi manera mis sentimientos y emociones ante mi propia muerte. Tengo derecho a participar en las decisiones que afecten a mis cuidados. Tengo derecho a ser cuidado por quienes sean capaces de conservar ese sentimiento de confianza ante cualquier cambio que me pueda acaecer.

Tengo derecho a conservar mi individualidad y a no ser juzgado –quizá lo más importante– por el hecho de que mis decisiones puedan ser contrarias a las creencias de otros. Tengo derecho a esperar una atención médica y asistencia continuas, incluso cuando haya que cambiar su objetivo de curarme por el de aliviarme.

Tengo derecho a no morirme solo. Tengo derecho a ser aliviado de mis dolores. Tengo derecho a que se responda honestamente a mis preguntas. Tengo derecho a no ser engañado. Tengo derecho a recibir la ayuda de mi familia y a que ella, para poder ayudarme, también la reciba –si bien va en aumento la mistanasia o abandono del enfermo o del moribundo por agotamiento de los familiares.

Tengo derecho a comentar y ahondar en mi experiencia religiosa y espiritual, sea cual sea su significado para los demás. Tengo derecho a morir en paz y con dignidad. Tengo derecho a esperar –especie de ego postmortem– que la dignidad de mi cuerpo sea respetada después de mi muerte.

Y tal vez la petición no por legítima y conmovedora más difícil de satisfacer: Tengo derecho a ser cuidado por personas sensibles, vocacionadas y competentes, que intenten comprender mis necesidades y encuentren una satisfacción personal al prestarme su ayuda en mi muerte.

Tengo derecho a ver mi muerte como liberación. Si bien en seguida el texto corrige para caer en una postura dolorista: Tengo derecho a irme de este mundo luego de haberlo padecido (sic) con responsabilidad y paciencia. Finalmente se enuncia una demanda incuestionable en toda sociedad verdaderamente libre, democrática y laica: Tengo derecho a pedir mi muerte si las condiciones en que me encuentro carecen para mí de sentido, aunque mi cuadro de salud sea aceptable para algunos.

Aquí es donde los cancerberos de la verdad y los custodios de la intimidación y el miedo alzan su índice flamígero para invocar la prevalencia del dolor por encima del amor a sí mismo y al prójimo. El sufrimiento es un mensajero de Dios para decirnos cosas importantes. Prohibido mitigarlo o suprimirlo.

 
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