Usted está aquí: martes 11 de diciembre de 2007 Opinión Agustín Jiménez en el MAM

Teresa del Conde

Agustín Jiménez en el MAM

En la exposición del fotógrafo Agustín Jiménez (1901-1974), se aprecia el conocido retrato de Sergei Eisenstein sosteniendo en la palma de la mano derecha una calavera de azúcar. La imagen sirvió de portada al más reciente libro de Aurelio de los Reyes, El nacimiento de ¡Qué viva México!, legendaria película nunca terminada en la que participó el propio Jiménez, quien se autorretrató con el cineasta en 1931, antes de que éste partiera hacia la frontera, en febrero del año siguiente. Bien pudiera ser que el giro tomado por Jiménez –quien viró hacia la cinematografía– tuviera que ver directamente con la amistad que sostuvo con el artista soviético.

En 1933 el mexicano hacía foto fija, entre otras, la de la película de Juan Bustillo Oro, Monja, casada, virgen y mártir, basada en la novela de Vicente Rivapalacio.

Después fue camarógrafo de varias otras, entre las que destaca Ensayo de un crimen, de Luis Buñuel, inspirada en la novela de Rodolfo Usigli, con la actriz Miroslava Stern, nacida en Praga, en el papel femenino principal. Como se sabe, poco después de la filmación, en marzo de 1955, Miroslava se suicidó causando consternación.

La exposición del Museo de Arte Moderno (MAM) está integrada primordialmente con fotos originales (no reimpresas), pertenecientes al acervo familiar, al que se añaden publicaciones y prensa de época, cartas, una felicitación del propio Eisenstein y la cámara Speed Graphic 127 mm, aparato que data de 1930.

El curador José Antonio Rodríguez incluyó tomas de sus discípulos y así fue posible conocer trabajos de Miriam Dilham, entre los que figura una preciosa fotografía inspirada por su maestro, Espinas, así como de Miriam Latapí, con sus tomas de la planta de cemento La Tolteca, que también Jiménez retrató haciendo gala de modernidad vanguardista.

La cronología legible en la sala no da cuenta de sus incursiones en el cine, pero en el aparato televisivo instalado allí es posible captar fragmentos de una película que protagoniza María Félix en el papel de maestra rural: sin duda uno de los rostros más bellos de la llamada “época de oro”. Pero, ¡qué mal le quedó ese papel!, cosa que el espectador padece escuchando su nada convincente monólogo, a la vez que se perciben las magníficas tomas de Jiménez enfocando a los niños que escuchan de su maestra una perorata sobre Benito Juárez. Aun allí, la luz y las sombras de personas y objetos son elementos que acusan el peculiar énfasis claroscurista de Jiménez.

En la época en la que fue docente en la ENBA (Escuela Nacional de Bellas Artes, la antigua Academia de San Carlos), Agustín Jiménez se manifestaba por el pictorialismo y en esa tónica fotográfica captó a la actriz tapatía Isabela Corona (1913-1993), quien protagonizó, entre otras películas, La noche de los mayas. Varios desnudos pertenecen igualmente a tal modalidad y entre los más atractivos está el de cierta modelo posando junto a una escultura que probablemente es de yeso de la propia Academia. En otra toma (ya no pictorialista) Nahui Olin posa para el pintor Ignacio Rosas, quien realiza una nada convincente versión pictórica de su persona, también desnuda, excepto por el lienzo que la cubre del nacimiento de los glúteos hacia abajo.

Obsesionado con la geometría, Jiménez logró tomas de objetos cuya repetición  rítmica compone patterns que pudieran denominarse abstractos. Se trata por lo común de alineaciones de un mismo elemento: tacones de hule de zapatos masculinos, copas de cristal, las bolas de la lotería, rábanos, bulas, etcétera.

Sus fotografías de figuras importantes en el escenario del país configuran otro rubro; retrató a Adolfo Best Maugard (quien también mantuvo cercanía con Eisenstein), al Dr. Atl, a Vicente Lombardo Toledano y al ci-neasta Fernando de Fuentes, entre otros.

Al encuadrar objetos, como la pajarera de 1930, que proyecta su sombra duplicándola, se muestra cercano a la estética metafísica que quizá conoció, pues como digo, las sombras le fueron tan importantes como los objetos, cosa patente igualmente en sus ensayos ópticos o en los elementos que obstaculizan y a la vez animan un motivo arquitectónico, como sucede en la toma titulada Basílica.

No se trata de ninguna basílica, sino que parece ser la capilla del Pocito, con sus ornamentos geometrizados en forma de grecas, los mosaicos alternando con el tezontle, vistos bajo guirnaldas de papel picado, de modo que los módulos que se forman reiteran la ornamentación a la vez que la obstruyen.

Uno de sus “autorretratos” –que aparece en la cédula respectiva, registrado “sin título”– corresponde a su propio reflejo proyectado sobre un fanal y hace evocar las anamorfosis que fueron practicadas en cierto momento por varios pintores. El antecedente remoto está en el Autorretrato en un espejo cóncavo, del Parmigianino quien influyó en muchos.

El Museo de Arte Moderno recupera su fuero, mediante esta exhibición y, sobre todo, de la titulada El peso del realismo que viene a ser una interesante y nutrida muestra interdisciplinaria.

 
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