A partir de la obra del escritor chileno Pedro Lemebel, Carlos
Monsiváis repasa en este texto los nombres de la literatura
latinoamericana que le han dado rostro a la epidemia del VIH y con
ellos “se adentra en los delirios del sida, la enfermedad que ha
convocado el prejuicio y la madurez social como ningún otra”.
Por Carlos Monsiváis
Pedro Lemebel es un fenómeno de la
literatura latinoamericana de este tiempo.
Uso el término fenómeno en su
doble acepción: es un escritor original y un
prosista notable y, para sus lectores, es un freak, alguien que llama la atención desde el
aspecto y rechaza la normalización ofrecida. Un
escritor y un freak indisolublemente unidos, los
que están fuera, en la desolación y la energía
de los que sólo se integran a su modo, en los
márgenes que ya no tienen el peso arrasador de
antaño. (Si algo, la obra de Lemebel es un rechazo
del determinismo homófobo). A Lemebel
le ponen sitio las miradas (las lecturas) de la
admiración, el morbo, el regocijo de “los turistas
de lo inconveniente”, la extrañeza, la solidaridad,
la normalidad de los que están al tanto de la
globalización cultural, esa que para los gays se
inició dramáticamente con los juicios de Oscar
Wilde en 1895 y jubilosa y organizativamente
con la revuelta de Stonewall en 1969.
Desde que se dio a conocer dentro y fuera
de Chile con sus textos y las performances
de las Yeguas del Apocalipsis, Lemebel se ha
mostrado irreductible. ¿Qué le pueden argumentar
de nuevo, qué le pueden decir que él
no se haya dicho? ¿Cómo sorprender al que
ha examinado con metáforas y “descaro” a
una sociedad que sólo admitió la diversidad al
sometérsele a la peor uniformidad? Al incapaz
de engaño no se le vence con injurias y menos
aún con expulsiones del Sancta Sanctorum de
la decencia, que para Lemebel nada más es
una institución patética del autoengaño. Muy
probablemente diría: si creen que despreciando
a los diferentes mejoran sus vidas, muy su
gusto, si creen que marginando a los que no
son como ustedes se incluyen en la primera fila,
muy su ilusión. Él responde a los criterios estéticos
y los comportamientos legales y legítimos
de las minorías latinoamericanas emergentes
que al ejercer sus derechos (civiles, humanos,
sexuales) revisan de paso las prácticas y el
sentido de la opresión y van a fondo: sólo
secundariamente se les reprime por ser distintos;
en primerísimo lugar se les acosa, maltrata,
humilla e incluso asesina para que los verdugos
conozcan la triste fábula de su importancia. (La
crónica de Lemebel sobre el incendio criminal
de la discoteca en Valparaíso es excelente.)
Nuevos criterios estéticos
Pienso ahora entre otros en el argentino Néstor
Perlongher, el mexicano Joaquín Hurtado y,
un tanto más a distancia, los cubanos Severo
Sarduy y Reinaldo Arenas y el argentino
Manuel Puig. Se trata de una literatura de la ira
reinvidicatoria (Perlongher, Arenas, Hurtado),
de la experimentación radical (Sarduy), de la
incorporación festiva y victoriosa de la sensibilidad
proscrita (Puig). En todos ellos lo gay
no es la identidad artística, sino la actitud que
al abordar con valor, insistencia y calidad un
tema se deja ver como el movimiento de las
conciencias que por valores compartidos y
acumulación de obras dibuja una tendencia
cultural. No hay literatura gay, sino una sensibilidad
proscrita que ha de persistir mientras
continúe la homofobia, y estos autores al
asumir con talento y vehemencia sus voces
únicas, le añaden una dimensión cultural y
social a la América Latina.
Un poeta muy apreciado por Lemebel,
Néstor Perlongher, describe el gueto:
Novedades de noche: satín terciopelo,
modelando con flecos la moldura del anca,
flatulencia de flujo, oscuro brillo. Resplandor
respingado, caracoles de nylon que le esmaltaban
de lamé el flaco de las orlas... Perdida
en burlas, de macramé, lo que pendía en
esas naderías, ruleros colibrí, lábil orzuelo,
era el revuelvo de un codazo artero, en las
calcomanías del satín, comido (masticación
de flutes, de bollidos). En Poemas completos,
Seix Barral, 1997.
Estas mismas atmósferas lezamianas, transmitidas
por Lemebel, son algo similar y muy
opuesto. En Lemebel la intencionalidad barroca
es menos drástica, menos enamorada de
sus propios laberintos, igualmente vitriólica y
compleja, igualmente abominadora del vacío,
pero menos centrada en el deslumbramiento
del vocabulario que en la forma exhaustiva.
Así, Lemebel describe la intromisión del gueto
en la ciudad, las reverberaciones de lo prohibido
en lo permitido exactamente en momento
en que los absolutos se desintegran:
La calle sudaca y sus relumbres derribistas
de neón neoyorquino se hermanan en la
fiebre homoerótica que en su zigzagueo
voluptuoso replantea el destino de su continuo
güeviar. La maricada gitanea la vereda
y deviene gesto, deviene beso, deviene ave,
aletear de pestaña, ojeada nerviosa por el
causeo de cuerpos masculinos, expuestos,
marmoleados por la rigidez del sexo en la
mezclilla que contiene sus presas. La ciudad,
si no existe, la inventa el bambolear homosexuado
que en el flirteo del amor erecto
amapola su vicio. El plano de la city puede
ser su página, su bitácora ardiente que en el
callejear acezante se hace texto, testimonio
documental, apunte iletrado que el tráfago
consume. En Loco afán: Crónicas de sidario.
En cada uno de sus textos, Lemebel se arriesga
en el filo de la navaja entre el exceso gratuito y
la cursilería y la genuina prosa poética y el exceso
necesario. Sale indemne porque su oído literario
de primer orden y porque su barroquismo, como
en otro orden de cosas el de Perlongher, se desprenden
orgánicamente del punto de vista otro,
de la sensibilidad que atestigua las realidades
sobre las que no le habían permitido opiniones
o juicios. Esto es parte de lo que significa salir del
clóset, asumir la condena que las palabras encierran
(maricón, puto, pájaro, carne de sidario) e ir
a su encuentro para desactivarlas, proclamar “las
verdades de un amor verdadero” y, por si hiciera
falta, probar lo fundamental: la carga exterminadora
de las voces de la homofobia es la síntesis
de la metamorfosis incesante; el dogma religioso
se vuelve el prejuicio familiar y personal, el prejuicio
se convierte en plataforma de la superioridad
instantánea, la jactancia de ser más hombre (más
ser humano, si queremos incluir la homofobia de
las mujeres) deviene las sentencias prácticas y
verbales que se abaten contra los que ni siquiera
hablan desde el género debido.
Mi hombría no la recibí del partido
Antes de señalar la militancia ostensible de la
literatura de Lemebel, me detiene la reflexión de
siempre: ¿se puede ser escritor y militante? En el
caso de Lemebel, la respuesta viene del hecho
prosístico: su militancia es indistinguible de la
forma en que la expresa, no sólo es “comer rabia
para no matar a todo el mundo”, sino escuchar lo
que él mismo va escribiendo, captar las melodías
verbales con gran cuidado y cerciorarse de la
relación profunda entre las ideas y las palabras
que las describen con exactitud, entre las ideas
y la libertad del cuerpo en el acto sexual, en las
fiestas del deseo y el látex, de los baños de vapor
y los registros sensibles de la oscuridad.
En Incontables, La esquina de mi corazón, De perlas
y cicatrices y Loco afán, Pedro Lemebel expresa,
en la forma inaugural de la tendencia a la que
pertenece, lo que vive, lo que ve, lo que siente. A
lo largo de la dictadura chilena, Lemebel mantuvo
la mayor coherencia: fue exactamente como era,
le añadió libertades a la comunidad con el solo
recurso de ejercerlas. En su texto clásico Manifiesto (Hablo por mi diferencia), de septiembre de 1986,
leído en un acto de izquierda en Santiago de
Chile, Lemebel es muy claro:
Mi hombría no la recibí del partido
Porque me rechazaron con risitas
Muchas veces
Mi hombría la aprendí participando
En la dura de esos años
Y se rieron de mi voz amariconada
Gritando: Y va a caer, y va a caer.
“Mi hombría es aceptarme diferente”.
Como por vez primera, Lemebel abandona
el clóset (ese miedo a ser descubierto por
los que de cualquier manera ya lo saben,
ese continuo ajustarse a las posibilidades
de resistencia, que cambian en cada persona)
en la etapa marcada por el sida, en los
años en que el VIH se revela como la gran
prisión de la conducta, el despobladero de
amigos y conocidos (y de los desconocidos
que la solidaridad convierte en amigos
íntimos). La paga del deseo es muerte.
Como muchos otros escritores, como Paul
Monette, el Severo Sarduy de Pájaros en la
playa, y el Reinaldo Arenas de Antes que
anochezca, Lemebel ve en el sida la formación
de la mirada esencial de la especie
condenada. Luego del sida no se vivirá
como antes, porque el Antes, normado por
la indiferencia o la inconsciencia, equivale a
la pérdida de los sentidos. En su recreación
del mundo del VIH, Lemebel se adentra en
las crónicas modernistas y posmodernistas
como un Julián del Casal o un Amado
Nervo o un Enrique Gómez Carrillo que
un siglo después, todavía atenido al culto de la prosodia y de la escritura cuidada y
acicalada, está dispuesto a llamar las cosas
por su nombre. Y desde esa conciencia del
tema, de los condones como regalo de
cumpleaños y del velorio que hay en todo
carnaval (y a la inversa), Lemebel se adentra
en los delirios del sida, la enfermedad que
ha convocado el prejuicio y la madurez
social como ningún otra.
El punto de partida de Lemebel es el
lenguaje autodenigratorio que le va representando
al lector un espejo de restauraciones
(un marica resulta con frecuencia un
ser épico, un enfermo de sida puede ser la
metáfora hermosa de la devastación y la dignidad);
Lemebel cuenta historias funerarias.
Así, en uno de sus homenajes a los derruidos
por la pandemia, El último beso de Loba Lamar (Crespones de seda en mi despedida... por favor),
Lemebel regala la apariencia ruinosa y la presenta
transfigurada.
Para nosotros, las locas que compartíamos
la pieza, la Loba tenía pacto con Satanás.
¿Cómo va a durar tanto? ¡Cómo se ve bonita
a pesar que se deshoja de costras! ¿Cómo,
cómo, cómo? Sin AZT, a puro pulso la linda,
a puro ánimo la cola resiste tanto. Era el sol,
el buen tiempo, el calor...
Ir a fondo en la denigración de sí, verse en
los términos que los demás utilizan. A partir de
ese desafío, que La esquina es mi corazón inicia
de modo deslumbrante, Lemebel acomoda
sus jerarquías (los ejercicios de crítica y sinceridad
a los que ajustar su visión del mundo),
donde la franqueza sólo tiene sentido si el
autor no contemporiza consigo mismo, y la
hipocresía es siempre un daño moral y escritural.
En la América Latina globalizada hasta
donde es posible, los marginados, aisladamente
o en conjunto, trazan otro mapa de lo real,
ni opuesto ni complementario, que surge del
nuevo gran proyecto: la unidad de lo diverso.
De Augusto D’Halmar a Salvador Novo, de
César Moro a Xavier Villaurrutia, de Adolfo
Caminho a Manuel Mujica Laínez, de José
Lezama Lima a Virgilio Piñera, de Gastón
Baquero a Elías Nandino, de Antón Arrufat a
Luis Zapata, la literatura con temas y subtemas
homofílicos se presenta como la heteredoxia
sin moralejas. En esa movilización,
con tanta frecuencia influida por el barroco,
Pedro Lemebel es una de las voces más
poderosas y menos sujetas a las disipaciones
de la moda.
EL SIDA SE MANEJA CON CONDÓN: PEDRO LEMEBEL |
El chileno Pedro Lemebel (1955), escritor, artista plástico, homosexual, travesti, militante, opositor a la dictadura de Augusto Pinochet desde el arte y la irreverencia, que se hizo visible como performance, fotografía, video o instalación. Militancia política
en forma de cuento que creció y se hizo crónica alimentada por la irrupción del sida que se hizo parte de lo queer, motivo cultural, pretexto para la sacudida moral: Dice Lemebel a su entrevistador del periódico peruano Perú21 en 2005:
— ¿Y cómo maneja el sida?
— Con condón, pues. ¿Cómo más? La última vez que me hice el examen fue hace dos semanas y le dije a la enfermera que viera el resultado, porque yo quería morirme. Ella sacó el sobre, lo leyó y me dijo: “Siga concursando”.
Entre sus obras se cuentan: Los incontables (1986), La esquina es mi corazón. Crónica urbana (1995), Loco Afán: Crónicas de Sidario (1996), De perlas y cicatrices (1998), Tengo miedo torero (2001), Zanjón de la Aguada (2003), Adiós mariquita linda (2005). |
* Prólogo a La esquina es mi corazón, libro de crónica de
Pedro Lemebel (Seix Barral, Chile, 2001). Reproducido
con autorización del autor.
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