Número 137 | Jueves 6 de diciembre de 2007 |
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Los tiempos del tiempo Por Joaquín Hurtado Al mal tiempo buena cara. Sala de endoscopía. Ayuno completo desde ayer al mediodía. Tuve que tragar una ingente cantidad de agua con un polvo asqueroso que me provocó una diarrea agotadora. Soy asiduo parroquiano del colonoscopista por un sangrado rectal que no cesa desde hace meses. Apenas tengo fuerza para dar mis generales. Una chica de pupilentes violetas me liga con una goma el antebrazo, se alista para canalizarme. Horrorizado, el enfermero la detiene en seco y le dice ven, acompáñame. La lleva detrás de bastidores y algo murmuran. Ella regresa temblorosa. Pálida. Busca algo en una caja roñosa. Al fin halla lo que busca con tanto afán: unos guangos guantes de látex. Lo que sigue es la reedición de unos viejos amigos míos: el dolor, el horror, el asco, el miedo. No hago más que sonreír por la oportuna entrada en escena del enfermero para advertir a la señorita sobre el aristócrata linaje de mi sangre. A tiempo amar y desatarse a tiempo La enfermera de los insólitos pupilentes no encuentra mi vena. ¡Pero si las tengo bien saltonas y más gruesas que un tubo de drenaje! Extraño la presencia de mi mujer cuando la asistente mete la aguja y hurga sin éxito en mi pezuña derecha. Luego sigue con la izquierda. Una y otra y otra vez. Mi mujer ya hubiera hecho un escándalo y dicho lo indecible para liberarme de esta damita que sin pudor atiende a los muribundos con semejante color de ojos. Estoy solo ante la inclemencia de Lily Monster. ¿Me desangrará antes de que encuentre donde instalar el catéter? Tiempo al tiempo Hallada la vena, clavada la aguja, me dejan abandonadito a mi suerte. El enfermero gordo se acomoda ante una bandeja a lavar su instrumental en agua clorada. Habituado a estos aromas que hasta me resultan placenteros empiezo a adormecerme. La enfermera le indica a mi mujer: “Que el paciente espere en la sala de espera”. Entre ancianas gemebundas y un señor que vomita sangre cada tres minutos en un baño tapizado de torundas purulentas me dedico a mi más deleitoso vicio: odiar a este país de mierda. Todo lo cura el tiempo Hagamos cuentas: veinte horas sin comer. Cuatro de estar aquí oyendo gritos atroces. Y mil años destilando hiel. Al fin la sátira de los ojos inhumanos me llama. El dormicum me tumba de esta dimensión y me lleva a otra donde no existe el tiempo. Ni pupilentes violetas. Ni dispositivos que entran por mis vergüenzas a explorar la causa de las hemorragias. El dolor me despierta. ¿Molesta?, pregunta el profanador. No, es sólo que extraño la voluptuosa rudeza de mis pelados. La dicha inicua de perder el tiempo Diagnóstico probable: amebiasis aguda. Un vulgar y anticlimático ataque de estúpidos parásitos |