La inmadurez del socialismo del siglo XXI
El resultado del referendo celebrado en Venezuela obliga a revisar la estrategia puesta en marcha por Hugo Chávez para alcanzar el llamado “socialismo del siglo XXI”, pero invita a ir más lejos: a examinar la naturaleza del cambio propuesto, no sólo en cuanto a su oportunidad, sino a su formulación y viabilidad.
Hizo muy bien el presidente Chávez en reconocer la victoria de sus adversarios esa misma noche, pues con ello detuvo de tajo la operación desestabilizadora que sin duda se había puesto en marcha. Esa reacción serena, democrática, conjuró los demonios del desastre y permitió al gobierno bolivariano sortear con dignidad la crisis. Pero no hay que subestimar lo ocurrido. La derrota del sí está lejos de ser la hazaña “pírrica” descrita por el gobierno, pues si bien el resultado (50.7 contra 49.3 por ciento) no cuestiona la permanencia del presidente, sí hipoteca buena parte de su apuesta por el futuro.
Acostumbrado a ganar por márgenes muy amplios, reconoció que buena parte del electorado aún no estaba “maduro” para el socialismo, pero el maniqueísmo extremo de la elección tampoco hizo posible un verdadero debate y el tema de qué país construir se diluyó en la inmediatez, cancelando de momento la “renovación integral” del régimen social, económico y político venezolano. La oposición halló un blanco fácil que le permitió agruparse bajo un denominador común. En ese sentido, la convergencia antichavista, alentada por una variedad de fuerzas, incluidas las de la extrema derecha, el golpismo y sus valedores imperiales, tal vez habría sido insuficiente para vencer si el proyecto de reforma constitucional hubiera seguido un curso de acción más flexible, mejor dispuesto al debate y a la concertación, sin dar por supuesto que la votación reiterada a favor de Chávez se repetiría linealmente ante cualquier tema y circunstancia. Pero el voluntarismo induce a las más graves equivocaciones. Los cuestionamientos más serios en torno, por ejemplo, a la relección presidencial se pasaron por alto, como si sólo la derecha fuera capaz de expresar opiniones diferentes.
Así la terca realidad se impuso: parte importante del electorado chavista no refrendó su apoyo a la propuesta de reforma constitucional y sencillamente se abstuvo de votar o votó por el no, a pesar del grado de aceptación de las políticas públicas impulsadas por el gobierno bolivariano. Sin duda, esa toma de distancia respecto a la estrategia oficialista es el hecho político más notable y definitorio, sobre todo en la perspectiva de rencauzar la acción del gobierno y la participación popular.
Es verdad que a toro pasado es fácil señalar omisiones graves y errores, pero lo cierto es que en el propio campo chavista hubo numerosas voces que alentaron contra los visibles defectos de una propuesta mal diseñada, contradictoria en temas sustantivos, cuando no equivocada.
Una de las críticas más agudas y exhaustivas es la realizada por Gerado Langer (reproducida en El Correo del Sur, La Jornada Morelos, el domingo pasado), pues en ella se subrayan al menos dos cosas que me parecen importantes: la primera es la dificultad ya citada de resolver en profundidad el tema del socialismo a partir de un referendo (aun contando con la mayoría), como si los cambios propuestos fueran un simple ajuste de la ley existente. La segunda, aún más preocupante, tiene que ver con la inconsistencia de la misma noción de “socialismo de siglo XXI” puesta sobre la mesa.
Si bien el texto del proyecto de reforma pretendía resumir la experiencia venezolana, la verdad es que no se avanzó demasiado en las definiciones sustantivas. Al respecto, señala el autor mencionado: “... No se precisó en qué consistía la diferencia y en qué aspectos debería distanciarse el socialismo del siglo XXI de la experiencia soviética del siglo XX. ¿En la negación del modelo de partido único? ¿En otras modalidades de relación entre Estado y partidos? ¿En el rechazo de una ideología oficial del Estado? ¿En alternativas al modelo monocultural negador de toda diferencia? ¿En formas de organización y participación política orientadas a no repetir la llamada democracia popular o proletaria, que terminó por negar la idea misma de democracia? ¿En un modelo económico que no esté basado en la planificación burocrática centralizada? ¿En un cuestionamiento radical del productivismo industrialista de crecimiento sin límite, que representó en la Unión Soviética, como hoy en China, una guerra sistemática contra el resto de la naturaleza, contra la vida misma en el planeta, en forma similar a como lo hizo históricamente y continúa haciéndolo el capitalismo? ¿Se trata de un socialismo con pluralismo político, compatible con lo que establece uno de los principios fundamentales de la constitución vigente?”
Pero la crítica de Langer no se detiene en vagas consideraciones más o menos abstractas, sino que procede a demostrar las inconsecuencias existentes en el proyecto mismo, desde la imprecisión conceptual en torno a las instituciones del nuevo poder popular hasta la increíble falta de rigor en el análisis de la propiedad, incluida la pública, así como la ausencia de un punto de vista en torno a la vigencia o no del régimen de partidos, cuya crisis marcó el inicio de la actual sociedad venezolana. En ese contexto, el tema de la relección y el partido único sólo podía causar alarma y llamar a la derrota del sí, a unificar los temores, prejuicios, estimulando las acciones unitarias de unas oposiciones cuyo sino habia sido la abulia democrática y el sometimiento a los dictados de los centros de poder imperiales.
Nada será igual a partir de ahora. El discurso “antitotalitario” ha perdido piso gracias a la serenidad de Chávez, pero las fuerzas progresistas que marchan a favor de la revolución bolivariana, es decir, de un cambio de fondo en la situación de la sociedad venezolana, están obligadas a sacar las lecciones que al caso correspondan. Al socialismo del siglo XXI también le falta madurar.
P.D. Los legisladores deben elegir entre tres nuevos consejeros del IFE a uno capaz de presidir la institución en tiempos de obligada renovación. La lista de los inscritos es tan vasta que sorprendió a casi todos, pero ése es buen signo de los tiempos. Hay centenas de ciudadanos que se sienten con méritos y capacidades suficientes para presidir una institución central de la democracia que anhelamos. Sin embargo, sólo tres podrán conseguirlo. Nadie espera, sería ilusorio, ciudadanos “puros” sin ideas propias. Si los hubiera no servirían para el cargo, pues en el IFE hacen falta hombres probos, de experiencia profesional reconocible y no meramente homologable, que tengan una vision del país comprometida y una actitud firme y a la vez tolerante. El IFE no es un tribunal judicial. Tampoco una oficina burocrática para atender reclamaciones partidistas en una entidad autónoma cuya función es organizar la vida electoral mexicana y contribuir a elevar su calidad. De su actuación depende, ya lo hemos visto, la credibilidad de la vida pública. Pidamos a los legisladores serenidad y responsabilidad, buen juicio. Nada más.