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Algo sobre Los Otros
Clara y su papá van al museo
Los africanos conquistamos Europa
Clara fue el viernes al Museo de Antropología en una visita escolar. Regresó cansada pero insatisfecha con lo poco que lograron ver (dos salas: la maya y la mexica) y me pidió que la llevara de nuevo. Me pareció una buena idea y el sábado al mediodía estábamos, bajo el paraguas magnífico que se extiende sobre el patio del recinto, sin decidir a qué sala entrar. Optamos por una solución sensata: empezar por el principio, ir al espacio que se llama “Introducción a la Antropología” y saludar allí a la entrañable Lucy y ofrecer nuestros respetos al neandertal difunto.
La figura de cera, reclinada sobre su costado, robusta y peluda, me conmovió. En su presencia pensé lo mismo que de seguro ha pensado tanta gente: estos tipos poseían un cilindraje craneal mayor que el nuestro y de seguro tenían un neocórtex espeso; fabricaban herramientas en forma regular; se comunicaban entre ellos por medio de un lenguaje hablado cuya complejidad desconocemos; desarrollaron comportamientos religiosos; tal vez construyeron y habitaron cabañas rústicas; rozaron con sus dedos toscos la creación artística –eso que no sirve para nada más que para distinguirse de la inercia natural– y fueron protagonistas de una cultura, la musteriense, que floreció en Europa, Medio Oriente y Asia Central, durante buena parte del paleolítico. Pero lo más estremecedor es que rendían homenaje a sus fallecidos. Eso quiere decir que tenían conciencia de la frontera trascendente entre la vida y la muerte y que se concebían a sí mismos como seres singulares e irrepetibles: pensaban; eran personas.
Según el conocimiento moderno, los neandertales no son nuestros ancestros, sino compañeros de viaje de los primeros Homo sapiens. Éstos aparecieron en África, aquéllos en Europa, y ambos convivieron en el Viejo Continente hasta fechas relativamente recientes: se han hallado restos de neandertales de 30 mil años de antigüedad e incluso de menos. Al parecer, evolucionaron hace cosa de 250 mil años en tierras europeas a partir de los erectus y de los antecessor, mientras que en el actual Continente Negro los sapiens, sucesores de los ergaster, se preparaban para dominar el mundo. Los neandertales vendrían siendo, pues, una especie de primos o tíos nuestros en primer grado. Se han recuperado los restos de más de 400 y entre ellos hay algunos menores más o menos célebres: el Niño de Engis, descubierto en esa localidad belga en 1829, y los de Dederiyeh, Siria, hallados en 1993 y 1997, en el fondo de lo que fue probablemente una caverna habitada. Uno de ellos, cuyo esqueleto se recuperó casi entero, tenía dos años de edad al momento de su muerte (hace 50 mil), medía unos 80 centímetros y, a pesar de la cabeza grande, los brazos largos y los huesos anchos, habría caminado en forma muy similar a la de un niño contemporáneo. Yacía boca arriba, con los brazos extendidos y las piernas flexionadas. Al momento de su entierro alguien puso una piedra tallada en forma rectangular a un lado de su cabeza y depositó sobre su pecho, a la altura del corazón, un triángulo de sílex.
Un debate que parece eterno versa sobre la clase de relaciones establecidas entre las especies neanderthalensis y sapiens, ambas pertenecientes al género Homo. Hoy día se da prácticamente por descartado que estos parientes próximos se hayan extinguido a causa de cambios climáticos. Todo indica, en cambio, que la otra especie de homínidos inteligentes, la nuestra, fue decisiva de alguna manera en su desaparición. Algunos afirman que ambos grupos se mezclaron, que los neandertales fueron absorbidos por la humanidad actual y que llevamos su herencia en el fondo de las células: “El reciente estudio del material genético [...] ha concluido que el neandertal no es antepasado del Homo sapiens, si bien un reciente estudio aporta datos para creer que los seres humanos contemporáneos tienen genes suyos y que el cruce entre especies podría haber ocurrido”. En síntesis, está claro que hace medio millón de años los caminos de la evolución separaron a ambas especies, pero es incierto si éstas se reunieron en los episodios más acendradamente románticos de la historia humana y natural (las diferencias entre los Capuleto y los Montesco serían una bobada en comparación con lo que pudo ocurrir 50 mil años antes en cuevas antagónicas), y si en algún momento emparentamos. Se discute incluso si no debemos acortar las distancias y referirnos a estos infortunados primos como Homo sapiens neanderthalensis.
En el presente la creencia mayoritaria indica que nuestros ancestros eliminaron de diversas maneras a sus rechonchos familiares: quitándoles el alimento, despojándolos de su territorio o, más directamente, aplastándoles la cabeza a pedradas. Olviden lo que aprendieron en las clases de Historia: la verdad es que la Primera Guerra Mundial empezó hace 50 milenios, que duró otros 30, que en ella nosotros, los africanos, invadimos Europa y Asia, que liquidamos a los habitantes y que luego, desde los nuevos territorios conquistados, emprendimos la colonización de América, donde no encontramos seres más inteligentes que las llamas y los monos saraguatos.
Oh inteligencia, soledad en llamas: ya dueños del mundo, los sapiens sapiens nos sentimos solos con nuestra portentosa capacidad mental y empezamos a buscar, en forma cada vez más obsesiva, a otras criaturas dotadas de intelecto y de conciencia: creamos una increíble cantidad de dioses, ángeles, demonios, espíritus y santos; imaginamos que compartíamos el planeta con seres como los centauros, los aluxes y las ninfas; hurgamos en los cerebros de chimpancés, delfines y elefantes, con la ilusión inútil de entablar un diálogo; últimamente elaboramos programas de inteligencia artificial, fabricamos máquinas parlantes y escudriñamos el firmamento, esperanzados en hallar inteligencias biológicas con las cuales conversar e intercambiar recuerdos. Pero, como dicen las palabras finales de la novela del Gabo, cuando la soledad cae como condena sobre una estirpe, no hay para ella una segunda oportunidad sobre la Tierra. Tal vez la moraleja, si alguna, sea que más vale no exterminar a nadie porque puede ocurrir que un día se le eche de menos.
–¿Ya nos vamos, papá? –preguntó Clara con un dejo comprensible de impaciencia, y acto seguido pasamos a la sala siguiente del museo. Salí de allí con una deuda que debía saldar:
Murió tu semejante. Fue el primero
que no quedó tirado en el paisaje
porque en ritos de fúnebre homenaje,
pariente inmemorial, fuiste pionero.
Duermes, pues, Neandertal, en un austero
socavón, entre piedras y follaje,
que otro tosco ejemplar de tu linaje
escarbó con amor y con esmero.
¿Te mató el clima? ¿Fuiste asesinado?
¿Fue mi ancestro Caín, en una guerra
en que tú fuiste Abel? –Nada es seguro,
salvo que tú estás muerto y sepultado
y el otro inteligente de la Tierra
llora de soledad en el futuro.