México y España más allá de la diplomacia
El restablecimiento de relaciones diplomáticas entre México y España fue uno de los actos más aplaudidos del gobierno de José López Portillo. Para cuando ocurrió, hace 30 años, en marzo de 1977, Franco había muerto y la transición democrática daba sus primeros y firmes pasos; de suerte que la apertura de las respectivas embajadas no fue producto de una rectificación del gobierno mexicano, sino lo que había que hacer una vez que habían desaparecido las condiciones que habían llevado a la ruptura: Franco y un régimen que había nacido del golpe militar contra la democracia. No obstante, las relaciones hispanomexicanas no se interrumpieron; por décadas simplemente se desarrollaron en registros extraoficiales que les imprimían un tono diferente, pero muy efectivo.
Paradójicamente, durante los casi 40 años que duró el distanciamiento oficial entre los dos países –los mismos que estuvo Franco en el poder–, las relaciones informales entre ambas naciones fueron muy vigorosas. A partir de los 50 fueron en aumento las inversiones españolas en México, así como las relaciones comerciales bilaterales; desde la década anterior se mantuvo un flujo importante de inmigrantes económicos, no obstante la elevada fianza que tenían que depositar en la Secretaría de Gobernación; muchos de ellos provenían del País Vasco, y no todos eran pelotaris. En la posguerra, por instrucciones del Vaticano, la Iglesia española asumió un papel activo en América Latina y a México llegaron numerosos miembros de órdenes religiosas que fundaron –o reforzaron– instituciones educativas, en las que asumían labores de dirección; entre ellas la más exitosa fue el poderoso Opus Dei, en el que se educaron –y educan todavía– los hijos de las elites mexicanas, por lo menos los que pueden escapar a los temibles Legionarios. Según información oficiosa, no fueron pocos los médicos militares mexicanos que se formaron en España.
La España de Franco era políticamente inaceptable, pero la “España de la pandereta, las castañuelas, el botijo y el jilguero en jaula”, una exitosa línea de la diplomacia franquista, era recibida con los brazos abiertos en las personas de cantaores que tocaban las fibras de la sensibilidad popular: Carmen Sevilla, Sarita Montiel, Joselito, Rocío Durcal, Marisol. Durante meses la película de Pablito Calvo Marcelino, pan y vino hizo llorar desconsoladamente a los niños mexicanos. La educación sentimental de incontables adolescentes estuvo a cargo de El último cuplé, que estuvo en cartelera con sala llena siete años, y sus canciones alimentaron el primitivo romanticismo de toda una generación, al igual que la novela rosa, encabezada por Corín Tellado, una verdadera industrial del género. De hecho, España nunca estuvo realmente ausente de la imaginación popular, gracias también a Agustín Lara quien le cantaba a Granada sin importar quién la gobernara.
Dados todos estos antecedentes y estas presencias, el rencuentro hispanomexicano de los 70 no fue de ninguna manera difícil. La histórica hispanofobia mexicana se había diluido, aunque el presidente Echeverría refrescó el antifranquismo cuando en 1975 condenó la ejecución de seis opositores del régimen.
El dato fundamental de la reconciliación oficial fue el proceso político español, que era un poderoso imán para que volviéramos los ojos hacia España y tomáramos nota –como muchos otros lo hicieron entonces en América Latina y en Europa del este– de cómo se desmantelaba el autoritarismo sin reproducir los enfrentamientos del pasado. En este ejercicio de referencia el secretario de Gobernación de López Portillo, Jesús Reyes Heroles, jugó un papel central. Sus contactos con políticos de la oposición antifranquista eran constantes, se veían como una natural prolongación de las relaciones con la República, y las visitas de muchos de ellos –entre los cuales brillaba Felipe González– a México para movilizar apoyos eran muy frecuentes. No se trataba de encuentros con grandes públicos, se entrevistaban con funcionarios del gobierno de alto nivel, sobre todo de Gobernación, pero los contactos no eran oficiales. La narración de los españoles de sus experiencias influía en las reflexiones de los políticos mexicanos acerca de las posibilidades de transformación pacífica del autoritarismo.
En junio de 1976 el gobierno de Adolfo Suárez –todavía visto como un político del régimen franquista– dio a conocer la Ley de Asociación, que abría la puerta a la legalización de los partidos políticos y sentaba las bases para incorporar “el pluralismo social dentro de las instituciones representativas”. En México, el 5 de febrero de 1977, el secretario Reyes Heroles anunció que se abriría a discusión pública una nueva legislación electoral, la que desembocó en la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (Loppe), que también buscaba incorporar a la vida institucional la diversidad política de la sociedad.
Las coincidencias entre ambos procesos de reforma –por ejemplo, que fueron iniciados dentro de la legalidad autoritaria– y algunas similitudes entre ambos documentos pueden ser sólo producto del aire de los tiempos; no hay rastro de contactos entre el líder de la Unión de Centro Democrático, el actor del proceso, y el gobierno mexicano, como lo hay de las relaciones con el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Pero tal vez en esos registros informales por los que transcurría la relación hispanomexicana hasta antes de 1977, Reyes Heroles tenía más historia que contar.